«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

sábado, 29 de diciembre de 2012

La matanza de los Inocentes: ¿historia o leyenda?

Han sido muchos los comentarios acerca del libro sobre la infancia de Nuestro Señor Jesucristo publicado en fechas pre-navideñas por JosephRatzingerBenedictoXVI. Pero probablemente una de las recensiones más lúcidas y clarificadoras ha sido la publicada en Libertad Digital por César Vidal.

A pesar de su relativa brevedad, propia del medio al que iba destinada, el teólogo evangélico prescinde agudamente de los comentarios más o menos jocosos acerca de la presencia o no de la mula y el buey entre las pajas del pesebre para centrar el asunto en una cuestión de mucho más calado.
Y es que el libro, a juicio de este autor se separa de la exégesis específicamente católica en cuestiones de tanto relieve como lo son las expresiones vinculadas con la Inmaculada Concepción (significado del “llena de gracia”) y la virginidad de María (existencia o no de un voto). El trabajo de Ratzinger vendría, pues, a ser la expresión –sin duda brillante por su reconocida competencia teológica– de un “cristianismo” que también podría ser suscrito por protestantes y ortodoxos al alejarse de aquellas interpretaciones tradicionalmente sustentadas por los autores católicos.

Siendo esto cierto, lo peor de todo es que el libro publicado por JosephRatzingerBenedictoXVI se sitúa en un contexto exegético más vinculado a los años 70 que al 2012. Y esto porque trata de salvar la historicidad fundamental de los Evangelios de la Infancia. Dichos relatos son, como él mismo dice «historia, historia real, acontecida, claro, historia interpretada y comprendida con base en la Palabra de Dios», matización esta última -se debería añadir- que no supone merma de la mentada historicidad sino que la refuerza. De esa manera, la propuesta de Joseph Ratzinger se sitúa a años luz de distancia de la que hoy se enseña en la inmensa mayoría de las Universidades “Católicas” de la Iglesia que gobierna Benedicto XVI.



Historia y evangelios: un ejemplo
Dicho cuestionamiento de la historicidad de los evangelios de la infancia, ha trascendido ya incluso a niveles alejados de la especulación teológica. Así, el 28 de diciembre resulta cada vez más frecuente leer o escuchar en los medios de comunicación alguna alusión a la matanza de los inocentes, decretada por el rey Herodes y conmemorada litúrgicamente en dicha fecha, desposeyéndola de carácter histórico y convirtiéndola en un episodio más o menos simbólico.

Solamente por citar algunos casos, Antonio Piñero, Catedrático de Filología del Nuevo Testamento de la Universidad Complutense y colaborador de Religión Digital decía en 2008, que «la matanza de los inocentes no existió, es una pura leyenda». Para la popular y sectaria Wikipedia: «Se cree que como Mateo no conocía mucho del nacimiento de Jesús de Nazareth, y como los judíos veneraban a Moisés como el más grande profeta del Pueblo, quien en su momento debió ser salvado de una matanza de niños, quizás extrapoló esta leyenda mosaica a la historia de Jesús». Y en las navidades del 2011, a uno de los participantes en la tertulia del programa Así son las mañanas de la COPE, las inocentadas le parecían una deriva un tanto macabra tomada por esta celebración a pesar de recordarse «una leyenda» teóricamente referida a la muerte de miles niños «que nunca ocurrió». Por último, para el ABC de hoy «Ningún documento histórico certifica este luctuoso hecho bíblico»; como si el Evangelio de San Mateo no fuera un “documento histórico”.

La cuestión viene de lejos y tiene más importancia de la que a primera instancia pudiera pensarse; en primer lugar porque en el trasfondo laten aspectos como la propia historicidad, no solo de los relatos de la infancia o del episodio de la adoración de los Magos —inseparable éste de la matanza de los inocentes— sino de todos los Evangelios.

Pero sobre todo, porque más que de dificultades de carácter científico que impidan ratificar la veracidad del suceso, nos encontramos, con la radical incomodidad que éste provoca. Y es que no deja de ser acusado el contraste entre la religiosidad moderna —eminentemente antropocéntrica— con el hecho de que el nacimiento del Hijo de Dios encarnado vaya acompañado de un derramamiento de sangre que convierte en testigos de Cristo a unos niños inocentes. El propio dramatismo de la escena ha inspirado innumerables representaciones gráficas de los pequeños arrancados de los brazos de sus madres, cayendo bajo los golpes de espada de los soldados de Herodes.
Púlpito de la Catedral de Pisa (Matanza de los Inocentes)

Objeciones rebatidas
Podemos dividir en dos grandes grupos las objeciones a la historicidad de la matanza: las más clásicas, de carácter “historicista” y las vinculadas a posiciones que niegan la historicidad de los evangelios de la infancia desde perspectivas que pudiéramos denominar “teológicas”.
 
Argumentos historicistas

Las razones históricas aducidas se sostienen en el silencio de los historiadores romanos y judíos y particularmente de Flavio Josefo, que tan extensamente relata el reinado de Herodes en sus Antigüedades judaicas.

Quienes dan tanta importancia al silencio de los historiadores antiguos, caen en el contrasentido de negar la validez histórica de una noticia transmitida solamente por San Mateo, precisamente a quien la tradición cristiana considera autor del primer Evangelio a partir de testimonios como los de Papías y San Jerónimo. Sin olvidar la propia credibilidad histórica común a todos los relatos evangélicos por su condición inspirada, podemos añadir que el Evangelio de San Mateo enlaza con las fuentes de la primera comunidad cristiana en Palestina y su autor fue discípulo desde los comienzos, de ahí su alto valor como testimonio histórico que no cabe menospreciar a priori.

Por otro lado, la verdadera magnitud del suceso nos ayuda a entender que prescindieran de él autores como Flavio, más atento a las vicisitudes que afectaban a los protagonistas históricos de mayor rango.
Ciertos comentaristas antiguos proporcionaron cifras simbólicas y carentes de cualquier fundamento histórico pero una atenta consideración de los hechos nos sitúa mucho más cerca de la realidad. Belén en tiempos de Jesucristo era una pequeña aldea que, más allá de su significado religioso como cuna de la estirpe de David, carecía de cualquier importancia económica y política. Si pensamos en unos mil habitantes (como parece deducirse de Miq 5, 2), cabe pensar en unos treinta nacidos por año, de los que habría que descontar las niñas por lo que hoy se coincide en pensar que los inocentes asesinados por orden de Herodes se pudieron situar en torno a catorce. Tal vez algunos más en proporción, si la población de Belén —como piensan otros— se situaba en torno a los dos o tres mil habitantes.

Escasa importancia podía tener la muerte de unos pocos niños para aquéllos que nos transmiten el carácter cruel y sanguinario del reyezuelo idumeo que no dudó en aniquilar a cuantos pretendieron interponerse en su camino o disputarle el trono, fueran éstos enemigos o parientes. Por ejemplo, cuando subió al trono de Jerusalén, hizo matar a cuarenta y cinco partidarios de su rival Antígono, así como a numerosos miembros del Sanedrín. Al final de su vida, ordenó que fueran ejecutados unos notables del reino para que las gentes de Judea, lo quisieran o no, lloraran su muerte.
 
Argumentos teológicos

A pesar del escaso peso de las objeciones historicistas, en realidad éstas han servido de apoyo a un cuestionamiento de mayor calado que viene a atribuir, de manera general los Evangelios y más en particular los relatos de la infancia, al resultado de una intensa y profunda elaboración teológica.

Al margen de cualquier referencia real, nos encontraríamos con proclamaciones de la fe en Jesús propias de comunidades cristianas tardías pues la única manera de justificar este proceso es retrasando arbitrariamente la composición del Evangelio de San Mateo hasta los años 75-80 cuando su redacción, de acuerdo con la sentencia más probable, puede situarse en torno al 50 (Cfr. PRADO, Ioh., Praelectionum biblicarum compendium, III, Madrid: Perpetuo Socorro, 1952, p. 23-24 y las Respuestas de la Comisión Bíblica sobre la cuestión).

Las objeciones pseudo-teológicas han sido propuestas de diversas maneras y con mayor o menor radicalidad, pero todas parten de un argumento común: subrayar la identidad entre el episodio que estamos comentando con un motivo legendario presuntamente común a las infancias de los héroes. Ahora bien, de acuerdo con los estudios de Salvador Muñoz Iglesias, de los paralelismos propuestos el único atendible es el que relaciona el relato de Mateo con el del Éxodo:
«El relato canónico del Éxodo refiere que Moisés, el futuro Libertador, fue librado del exterminio decretado por el Faraón, gracias a la estratagema de la exposición en un cestillo de mimbres sobre las aguas del Nilo. Posteriormente, siendo ya mayor, escapó por segunda vez de la muerte, huyendo a Madian. Las tradiciones recogidas en el Targúm de Jerusalén, en la Crónica de Moisés, en el Midras Rabbah y en las Antigüedades judaicas de Josefo relacionan el decreto del Faraón con un sueño o con la predicción de un escriba que anuncian el nacimiento de un Caudillo Libertador del pueblo hebreo» (cfr. “Los Evangelios de la Infancia y las infancias de los héroes”, Estudios Bíblicos 16 (1957) 5-36; “El género literario del Evangelio de la Infancia en San Mateo”, ib. 17 (1958) 243-273).
El primer Evangelio fue compuesto para una comunidad cristiana de origen judío y por ello se subraya el cumplimiento de las profecías así como la reprobación del viejo Israel. A largo de todo el Evangelio de la infancia, San Mateo demuestra que Cristo cumple las profecías mesiánicas: es el hijo de David, nacido de una Virgen en Belén, luz de las gentes y objeto de una gran hostilidad de la cual saldrá finalmente vencedor. A la hora de transmitir el episodio que estamos comentando, utiliza paralelismos que tienden a demostrar que Jesús es el auténtico y definitivo salvador mesiánico, cuyo tipo y figura fue el protagonista del Éxodo sin que los paralelismos obsten para la historicidad de fondo al tiempo que las diferencias con el modelo avalan dicha credibilidad.



De la historia a la Liturgia
Podemos concluir recordando cómo los relatos evangélicos de la infancia de Jesucristo contienen una narración de verdades fundamentales: su ascendencia davídica, su concepción virginal, el nacimiento en Belén..., y, en última instancia, su misma divinidad. Por tanto, la historicidad del conjunto, y la de cada uno de los episodios de que constan, es algo que afecta al núcleo de la fe misma; y ha sido constantemente afirmada por la Iglesia.

Por otra parte, esos relatos forman una unidad con los Evangelios respectivos, y su historicidad está apoyada, en el terreno de la crítica, por las mismas razones que la de dichos libros en su conjunto, lo que no impide precisar el género literario de esos capítulos, para obtener así una mayor comprensión de los mismos. Poco, sin embargo se puede avanzar por este camino más allá de recalcar determinadas dependencias literarias sin que ello vaya en detrimento de su carácter histórico.

Otra prueba de que la Iglesia lo ha considerado así, es la celebración de una fiesta dedicada a estas primicias de los mártires de Cristo. Su origen está en el norte de África, en el siglo V pasó a Roma, y desde allí se extendió al resto de la Cristiandad quedando fijada durante la Edad Media en el 28 de diciembre. Y con los versos inspiradísimos del Himno Salvéte flores Mártyrum, canta la liturgia a estos niños, sin nombre ni rostro, que parecen alegrar el Cielo con la eterna alegría de haberse acercado "ad Deum qui laetificat iuventutem meam" — "al Dios que es la alegría de mi juventud" (Sal 42).

Salve, flores de los Mártires,
que en el mismo umbral de la vida
fuisteis arrebatados por el perseguidor de Cristo,
cual rosas nacientes por el huracán.
Vosotros sois las primeras víctimas de Cristo,
los tiernos corderos inmolados
por Él, y jugáis, inocentes,
ante Su altar con la palma y la corona.

viernes, 21 de diciembre de 2012

La mula, el buey y los teólogos

Lo peor de todo no es el revuelo que, una vez más, ha provocado un libro publicado por JosephRatzingerBenedictoXVI.

Lo peor no son los comentarios volterianos y/o jocosos acerca de la presencia o no de la mula y el buey entre las pajas del pesebre.

Lo peor no es lo que ha dicho, con toda razón, César Vidal saliendo por los fueros del Pontífice:
Ratzinger ha realizado un trabajo muy riguroso que, de manera bien reveladora, podría ser suscrito por teólogos protestantes y ortodoxos; que rehúye claramente sustentar interpretaciones clásicas del catolicismo y que ha salido profundamente cristiano aunque sea –eso sí– muy poco católico en el sentido específico de esta confesión religiosa
Siendo esto cierto, lo peor de todo es que el último libro publicado por JosephRatzingerBenedictoXVI se sitúa en un contexto exegético más vinculado al año 1970 que al 2012. Y esto porque, aunque tímidamente, trata de salvar la historicidad fundamental de los Evangelios de la Infancia. De esa manera, la exégesis de Joseph Ratzinger se sitúa a años luz de distancia de la que hoy se enseña en la inmensa mayoría de las Universidades "Católicas" de la Iglesia que gobierna Benedicto XVI.

Vamos, que mi sacristan me cuenta que un avezado escriturista de la Pontificia Universidad de... ha colocado el libro de JosephRatzingerBenedictoXVI junto a la Vida de Jesús escrita por el padre Remigio Vilariño, de la Compañía de Jesús (la de antes, por supuesto).

martes, 27 de noviembre de 2012

Desastre en Cataluña



Una vez más, el resultado de las las elecciones celebradas en la región catalana, demuestra que la verdadera victoria ha sido de la abstención. Con un 30,40% se sitúa casi a la par del partido más votado. Y lo supera si contabilizamos votos nulos y abstenciones. El Gobierno que, finalmente se forme, apenas representará a algunas fracciones del resto del 69% de los electores.

Y no seré yo quien alabe a los que se quedaron en casa. La democracia liberal tiene, a mi juicio, muchas objeciones pero, si pone en nuestras manos la capacidad de abatir y designar gobiernos metiendo un papel en una urna de cristal, y no lo hacemos, la responsabilidad es nuestra, no del sistema. Por muy corrupto que sea. Que lo es. Basta recordar que de los partidos políticos que se presentaron a las elecciones (menos numerosos que en otras convocatorias), apenas sí se ha hablado de 4 ó 5. El resto no ha existido para los medios de comunicación a pesar de que el desafío separatista y la respuesta del 12 O diera protagonismo coyuntural a algunas organizaciones minoritarias.

Ahora bien, una segunda constatación no es menos demoledora: la opinión mayoritaria en Cataluña sigue optando por candidaturas que coinciden en su visión del hombre y de la política, aunque discrepen en cuanto al nombre de las personas que han de gestionar la cosa pública. Especialmente letal resulta el apoyo al nacionalismo parasitario que vive a costa del presupuesto del Estado, y a grupos radicales de izquierda. Al igual que ocurre en el resto de España, esta sociedad está podrida y el resultado electoral es la mejor radiografía.

El moderado crecimiento del PP, (que mejora levemente sus resultados incluso en medio de la crisis brutal que padecemos), demuestra las limitaciones de este partido incapaz de recoger votos en numerosas regiones de España; y en este caso, a pesar de las candidaturas de perfil bajo promovidas por Rajoy. Por otra parte, el electorado de izquierdas ha demostrado que sigue prefiriendo el mesianismo de republicanos, socialistas y comunistas a unas alternativa “dura”, españolistas en el discurso y radical en lo social como la propuesta por Ciudadanos o UPyD. Por otro lado, apenas se puede considerar una noticia positiva la falta de respaldo al plante secesionista promovido por el nacionalismo porque, desde el nuevo Gobierno, lo más probable es que éste pueda seguir gestionando su ofensiva en espera de una mejor coyuntura.

Pero, sobre todo, estas elecciones han demostrado una vez más (¿Cuántas van desde 1976?) que en España no existe nada ni remotamente parecido a lo que pudiéramos llamar un voto de identidad católica.

Los católicos españoles siguen optando mayoritariamente por el PP (en el caso de Cataluña, CiU) y el PSOE, fieles a las consignas oficiales que se les han hecho llegar sin viraje constatable durante los últimos años: “nada de partidos católicos, solamente debe haber católicos en los partidos”. La situación se agrava en Cataluña con el apoyo sin fisuras al independentismo catalán por importantes referentes de la Iglesia oficial. Las recientes intervenciones en ese sentido del obispo Novell, no pueden ser más pintorescas.

El resultado es la existencia de gobiernos sostenidos en las urnas por presuntos católicos que implantan desde el poder el laicismo más agresivo al tiempo que los obispos se convierten en los palmeros de un sistema cuyas consecuencias luego lamentan. Cada vez que hablan es para condenar los “avances sociales” a que nos conducen irremediablemente los políticos y aparecen siempre como los malos de la película, los que no se enteran de por dónde va el mundo. Otras veces, prefieren directamente ocuparse de asuntos de tanta trascendencia como la presencia de la mula y el buey en los Nacimientos, previamente cuestionada desde el Vaticano...

A mí me parece que el mejor análisis de estas elecciones, y de todas, ya se pronunció el 29 de octubre de 1933:
«En estas elecciones votad todos lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí nuestra España, ni está ahí nuestro marco. Eso es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros, fuera, en vigilia tensa, fervorosa y segura, ya sentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas».
¿Y qué hacemos ante este panorama? Ya lo hemos dicho otras veces: los torpes intentos de reconciliar al liberalismo con el Catolicismo ponen de relieve la licitud y necesidad de una resistencia en el terreno cultural y político fundamentada religiosamente a pesar de la oposición de algunos eclesiásticos, por muy arriba que éstos se sitúen.
En la línea que ya apuntaba Vázquez de Mella:
«Cuando no se puede gobernar desde el Estado, con el deber, se gobierna desde fuera, desde la sociedad, con el derecho ¿Y cuando no se puede, porque el poder no lo reconoce? Se apela a la fuerza de mantener el derecho y para imponerlo. ¿Y cuando no existe la fuerza? ¿Transigir y ceder? No, no, entonces se va a las catacumbas y al circo, pero no se cae de rodillas, porqué estén los ídolos en el capitolio».
 

sábado, 10 de noviembre de 2012

Católicos tradicionales: el gueto y el palacio



Ahora resulta que un Cardenal celebra la Misa en el Vaticano para un grupo de peregrinos vinculados a la Comisión Ecclesia Dei, les leen un mensaje de la Secretaría de Estado en el que se recuerda el carácter inapelable del Concilio Vaticano Segundo y de las reformas emprendidas a su sombra, y la Tradición Católica empieza a salir del gueto

El término se empleó, originalmente, para indicar los barrios en los cuales unos determinados grupos sociales eran obligados a vivir y a permanecer confinados durante la noche. En ese sentido figurado cabría aplicarlo, pues, a un catolicismo (el denominado tradicionalista) que habría adoptado –al parecer voluntariamente– un tono aislado y excluyente.

Análisis de este tipo permiten constatar, una vez más, que los observadores radicados en España se caracterizan por desconocer, en su conjunto, el combate por la Tradición sostenido desde el último Concilio por numerosas instancias del catolicismo mundial.

Dicho combate, en el que la aportación española ha sido muy digna pero escasa, se caracteriza por unas circunstancias históricas concretas que han permitido que la Liturgia Tradicional acabe obteniendo un tímido reconocimiento de su derecho a la existencia sin haber quedado convertida en puro recuerdo de Arqueología Sacra. ¿Es a eso a lo que se llama gueto?

1. Si la Tradición vive en un gueto es porque a esa situación viene reducida desde instancias oficiales que impiden a sacerdotes y fieles gozar de verdadera libertad para ejercer el derecho a celebrar y participar en la Liturgia de acuerdo con las prescripciones anteriores a la reforma litúrgica posconciliar.

Pero no parece ser este el sentido en que se habla de gueto. Probablemente el concepto y el término despectivo hay que ponerlo en relación con las dificultades canónicas que experimenta la Hermandad Sacerdotal de San Pío X y con un deseo, quizá bien intencionado pero desorientado, de marcar distancias para no incurrir en el desagrado de las instancias de las que depende la aplicación efectiva del Motu Proprio Summorum Pontificum.

Al actuar así, se pone de manifiesto un clamoroso fallo de estrategia porque se olvida que las recientes concesiones romanas son la respuesta a la resistencia protagonizada en el entorno de dicha Hermandad frente a la forma real en que se procedió a imponer la reforma litúrgica y a las consecuencias desastrosas que eso trajo para la vida de la Iglesia.

Conviene recordar que Pablo VI acudía a la propia fuerza de su autoridad para obligar al acatamiento de las novedades que se deseaba implantar: “La adopción del nuevo Ordo Missae no se deja para nada a la libre decisión de los sacerdotes o fieles […] El nuevo Ordo Missae ha sido promulgado para tomar el lugar del antiguo rito, después de una madura deliberación, para llevar a cabo las decisiones del Concilio” (24 de mayo de 1976). Y son sobradamente conocidas sus palabras a Jean Guitton al negarse a hacer cualquier tipo de concesión favorable a la Liturgia romana previa a la reforma: “¡Eso nunca! (…) Esa Misa, llamada de San Pío V, como se la ve en Écône, se está convirtiendo en el símbolo de la condena del Concilio. Ahora bien, bajo ningún pretexto permitiré que se condene al Concilio por medio de un símbolo. Si aceptáramos esa excepción, se tambalearía todo el Concilio y, por la vía de la consecuencia, la autoridad apostólica del Concilio” (Jean GUITTON, Paul VI secret, pp. 158-159).

En efecto, con anterioridad a 1988 siempre se negaron desde Roma a reconocer comunidades en las que se celebrara la Liturgia Tradicional. La propia historia de la Hermandadde San Pío X es el resultado de todas estas negativas pues, desde 1969, Roma nunca autorizó la celebración de la Misa Tradicional hasta el tristemente célebre indulto de 1984, y entonces en condiciones leoninas.

Prohibición, por cierto, contra todo derecho, por puro abuso de poder pues ahora en Summorum Pontificum el propio Benedicto XVI ha reconocido explícitamente “que no se ha abrogado nunca como forma extraordinaria” el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962.

Creo que no se ha reflexionado seriamente sobre la gravedad de la situación ahora reconocida por primera vez. Esto es, la existencia hasta 2007 de un vacío legal en una materia de importancia trascendental para la vida de la Iglesia como es la celebración de la SantaMisa. Cualquier valoración de la persona y obra de Monseñor Lefebvre no puede perder de vista que el nuevo Misal se impuso por métodos coactivos, sin regulación canónica y sin prestar ninguna atención a las voces de protesta que aquí y allá se alzaron.

El Motu Proprio Summorum Pontificum lleva a cabo por primera vez dicha regulación, casi a los cuarenta años de la implantación del nuevo Ordo Missae, aunque en unos términos difícilmente aceptables (forma ordinaria y extraordinaria de un mismo rito). Pero, una regulación que —en vista de la manera en que se han desarrollado los hechos— es razonable pensar que nunca se hubiera producido a no ser por la rectificación introducida en la atención prestada desde Roma a este asunto a partir de las ordenaciones episcopales de 1988.

No hacen falta muchas luces para reconocer que son unas circunstancias excepcionales las que explican la adopción de medidas no menos excepcionales como lo fue la “operación supervivencia” de la Tradición diseñada por Mons. Lefebvre.

2. Centrándonos, ahora sí, en ésta personalidad, no es de recibo que continuamente se estén recordando las sanciones canónicas de las que fue objeto, sin la más mínima referencia al contexto histórico en que aquéllas se produjeron. La Iglesia postconciliar se ha caracterizado por una lenidad a cuyo amparo han crecido tantas conductas deplorables y delictivas que ahora se lamentan histérica e inútilmente. Únicamente se ha aplicado “todo el peso de la ley” sobre los hombres de la Tradición y sus obras.

Y esto no solamente por la vía expeditiva de la declaración de excomunión latae sententiae, sin ninguna atención en comprobar si se había producido delito que la justificase o si eran aplicables a las ordenaciones de 1988 las razones que, en otros casos, llevan a no declarar la pena. Antes de llegar a esa situación, el arzobispo Lefebvre, los sacerdotes de la Hermandad y su obra fueron objeto de suspensiones y supresiones de las que él mismo dijo, con toda justicia como puede comprobar cualquiera que siga el iter de los acontecimientos: “fuimos condenados sin juicio, sin podernos defender, sin monición, sin escrito y sin apelación” (Carta abierta a los católicos perplejos, cap. II). Medidas similares a las tomadas con la Hermandad desde sus mismos orígenes, no se han adoptado con organizaciones seriamente cuestionadas por sus comportamientos sectarios, sus contactos con las élites político-financieras o la conducta de su fundador y responsables.

Muchos pueden deplorar las medidas extremas tomadas por Monseñor Lefebvre en lo que se denominó “Operación salvamento de la Tradición” pero no cabe silenciar que dichas soluciones se adoptaron en un proceso de crisis de la Iglesia difícilmente equiparable al de cualquier otro período de su historia.

En dicho contexto, el combate por la Misa Católica es inseparable del combate por la sana doctrina. Es la única respuesta posible ante la crisis sin precedentes que sigue sacudiendo a la Iglesia y que la ha postrado en la situación que a veces se ha deplorado desde las propias instancias oficiales: crisis en las vocaciones, en la práctica religiosa, en la doctrina, en la liturgia y los sacramentos… Basta recordar referencias sobradamente conocidas como, el humo de Satanás denunciado por Pablo VI o el estado de apostasía silenciosa que, para Juan Pablo II, caracterizaba al catolicismo en Europa.
* * *
A veces, para camuflar el fracaso de la Iglesia posconciliar se nos dice que tenemos que conformarnos con ser una minoría.

Si hoy es posible pensar en cierta libertad para la Misa de siempre, es porque durante muchos años ha habido pastores y fieles que nos han demostrado lo que significa ser no un gueto, sino una minoría inasequible al desaliento, anclada firmemente en la verdad, capaz de llamar a las cosas por su nombre, de no admitir lo que no es lícito, de juzgar las cosas por lo que son realmente y no por lo que parecen o por lo que dicen los demás, por mucha autoridad de que parezcan revestidos.
Por el contrario, a los tradicionalistas de salón que abandonan el gueto y son admitidos en el palacio no les espera otro papel que a aquellos cortesanos que no se atrevían a decirle al Rey que iba desnudo. Por eso les dejan salir del gueto, porque al negarse a ser minoritarios, se han convertido en irrelevantes.

Que son dos cosas muy distintas.




viernes, 2 de noviembre de 2012

Tres razones para no ir a Roma


Del 1 al 3 de noviembre tiene lugar en Roma una gran peregrinación internacional de católicos vinculados a la forma extraordinaria del rito romano. Somos conscientes, por propia experiencia, de que actos de esta naturaleza tienen una enorme repercusión y que de ellos se servirá la Providencia para extender el conocimiento y la devoción por la Misa tradicional. Personalmente agradezco a Dios haber asistido por primera vez a dicha Liturgia en una peregrinación a Roma que tuvo lugar en octubre de 1998, con motivo del décimo aniversario de la creación de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei.

A los organizadores y peregrinos de esta ocasión les deseo lo mejor, un verdadero éxito en el número y en los frutos espirituales. Sin embargo, no veo oportuna una celebración que se presenta como una acción de gracias a Benedicto XVI por el Motu Proprio Summorum Pontificum. Y ello por tres razones:

1.- Porque la Liturgia tradicional constituye, en forma evidente, el sostén de muchas familias, de obras católicas, de escuelas, de vocaciones religiosas y sacerdotales… Sin embargo, no encontramos un reconocimiento práctico de esta realidad y, en particular en España, sufrimos diariamente las interferencias que obispos y clérigos oponen a esta celebración.

Recluidos en lugares inverosímiles, sometidos a traslados y a cambios de horario, limitados en el número de sus celebraciones, silenciados en lo que a proyección pública se refiere… ni sacerdotes ni fieles gozamos de verdadera libertad para ejercer el derecho a celebrar y participar en la Liturgia de acuerdo con las normas del citado Motu Proprio.

La propia peregrinación que estamos comentando ha sido objeto de un trato desde las instancias oficiales romanas que podemos calificar de displicente: la iniciativa se ha anunciado con retraso, el horario definitivo ha fijado una Misa en la Basílica de San Pedro: ¡a las tres de la tarde! Y ni siquiera está determinado el lugar concreto de la celebración que dependerá de la cantidad de participantes… Parca es también la respuesta del destinatario del homenaje: ¿va a dirigir su palabra a los asistentes o se limitarán éstos a aplaudirle mantenidos a larga distancia?

2.- Porque la solución arbitrada en el Motu Proprio Summorum Pontificum y explicitada en la posterior Instrucción Universae Ecclesiae lejos de dar una respuesta satisfactoria a la problemática planteada por el Novus Ordo Missae surgido de la reforma litúrgica posconciliar (la llamada Misa de Pablo VI) se limita a obliterar el conflicto real que existe entre las dos formas rituales.

Más allá del valor jurídico del documento, resulta difícilmente verificable a la luz de la realidad de las cosas que ambas «son, de hecho, dos usos del único rito romano» (SP, art. 1) y no menos problemática resulta la distinción, introducida ahora por primera vez, entre forma ordinaria y extraordinaria de dicho rito. En realidad, el contraste entre el resultado de la reforma litúrgica y las formas previas es tan acusado que los Cardenales Ottaviani y Bacci llegaron a la conclusión de que «el nuevo “Ordo Missae” —si se consideran los elementos nuevos susceptibles de apreciaciones muy diversas, que aparecen en él sobreentendidas o implícitas— se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada por la 20ª sesión del Concilio de Trento que, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar a la integridad del Misterio» (Carta a Pablo VI de los cardenales Ottaviani —prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe— y Bacci que sirve de presentación al Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae, 1969).

Si antes decíamos que no se observa una correspondencia entre la respuesta de Roma y la verdadera entidad del movimiento litúrgico tradicional, cabe ahora constatar la ausencia de medidas efectivas que conduzcan a superar el verdadero colapso en que se encuentra la Liturgia Católica.

Aunque a veces se ha hablado de documentos en gestación y se han desatado rumores, dudas, inquietudes, comentarios… los resultados obtenidos hasta ahora no pueden ser más magros. Por poner solamente un ejemplo, desde Roma todavía no se ha conseguido que la totalidad de las conferencias episcopales rectifiquen la mala traducción de las palabras de la Consagración de la Misa (“pro multis”). Y eso en un asunto que toca al corazón de la Liturgia. No se alegue, como argumento en contra de lo que decimos, los cambios escénicos introducidos en los actos programados por la Curia Romana y por sus imitadores puesto que no van acompañados de medidas efectivas y consecuencias prácticas.

Más preocupantes aún son los reiterados anuncios acerca del «mutuo enriquecimiento entre las dos formas del Rito romano» que hacen pensar en una consolidación de la reforma posconciliar, por la vía de una síntesis dialéctica equidistante del rito romano tradicional y de los que hoy son reconocidos como excesos. Dicho equilibrio nos devolvería a un Misal de Pablo VI químicamente puro, neutralizando al mismo tiempo tanto los abusos como la portentosa resistencia que ha permitido conservar en vigor el Misal Romano Tradicional.

3.- Por último, celebraciones como la peregrinación que nos ocupa, con asistencia de destacados representantes del establishment eclesiástico, caracterizados defensores de las más radicales posiciones conciliares, tienden a difuminar realidades tan inseparables como lo son la Liturgia tradicional y la necesaria fidelidad al patrimonio teológico y disciplinar de la Iglesia.

En efecto, la ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesia cree como ora. Pero el adagio no funciona a la inversa y no basta con celebrar una Liturgia ortodoxa para conservar o recuperar la fe. Ahora bien, resulta difícil contradecir que detrás de la reforma litúrgica fruto de lo que se ha denominado el movimiento litúrgico desviado— existen nuevas doctrinas teológicas que han dado origen a una nueva liturgia sustancialmente diferente de la Liturgia romana tradicional. Un detallado estudio publicado en 2001 llegaba a las siguientes conclusiones:
«El análisis del Novus Ordo Missae y de la Institutio generalis Missalis romani nos obligará a comprobar que la estructura del rito ya no se funda en el sacrificio sino en el banquete conmemorativo. Descubriremos igualmente que el rito ha puesto en primer plano la presencia de Cristo en su Palabra y en su pueblo, relegando a un segundo plano la presencia de Cristo como sacerdote y como víctima. Por una consecuencia inevitable, la dimensión eucarística se pondrá por delante de la finalidad satisfactoria. La conclusión de esta triple verificación se impondrá entonces: para designar las diferencias entre el misal tradicional y el nuevo, el término ruptura litúrgica es más apropiado que el de reforma litúrgica» (Fraternidad Sacerdotal San Pío X, El problema de la reforma litúrgica. La Misa de Vaticano II y de Pablo VI, Argentina, 2001, p.15-16).
Con más sencillez pero no menor acierto coincide en esta apreciación el conocido analista Vittorio Messori:
«Estoy contento [con la instrucción Universae Ecclesiae], ciertamente. Aunque también aquí habría algo que decir. La primera: de la nueva instrucción, que he leído atentamente, surge que el antiguo rito preconciliar y el nuevo surgido de la reforma postconciliar deben ser considerados con igual dignidad y puestos en el mismo plano. Pero si el rito antiguo era bello y bueno, como ahora se reconoce, ¿por qué ha sido sustituido? ¿Por qué, mejor dicho, ha sido trastornado? Si sólo se quería cambiar la lengua, ¿por qué no ha sido traducido del latín con algunos retoques, aquí y allí, como ha ocurrido otras veces en la historia dela Iglesia? Por otro lado, pienso que esta comprensión del Papa Ratzinger, esta mano tendida, este intento de reconciliación no disuadirá a los herederos de Lefebvre. De hecho, estoy convencido que el verdadero problema no es para ellos la liturgia,la Misa en latín. Hay dos perspectivas diversas dela Iglesia, dos lecturas diversas del Evangelio”.
Se toca aquí el fondo de una cuestión que no cabe resolver con respuestas autoritativas sin ningún tipo de argumentación racional ni teológica (al estilo de las proporcionadas en Summorum Pontificum). Porque a lo que se aspira es a que se nos devuelva un tesoro de fe y piedad que nos fue inicuamente arrebatado por aquellos arbitristas que implementaron una ruptura litúrgica radicalizando más aún los principios contenidos en la Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, al amparo de sus contradicciones y ambigüedades.

Y mientras no se den pasos decisivos en esa dirección, no veo ninguna razón para estar en Roma del 1 al 3 de noviembre.



martes, 30 de octubre de 2012

La necesaria Poesía que promete



Un 29 de Octubre, en el madrileño Teatro de la Comedia, pronunciaba José Antonio Primo de Rivera un discurso que ha tenido una trascendencia comparable a pocas piezas oratorias.
En aquella España de los problemas, del eco del noventa y ocho y de los complejos ante Europa, un joven creyente, fiel cumplidor de sus deberes religiosos y definido por la nobleza de su carácter, profesionalidad, elegancia en el trato, lealtad, optimismo y espíritu de servicio iba a levantar una bandera capaz de entusiasmar a muchos de sus compatriotas.
Por encima de soluciones técnicas más o menos acertadas y, probablemente superadas, el legado del fundador de la Falange radica en su opción por devolver a la política la dimensión moral que le pertenece y que, todavía hoy, vemos tantas veces negada. Para José Antonio la política es impulso capaz de poner en pie a un pueblo y de movilizar su capacidad de servicio, decisión y sacrificio. Por ese impulso moral, a la voz del Capitán, miles de jóvenes se iban a movilizar en los frentes de combate o iban a ser asesinados en la retaguardia frentepopulista cuando ya tenían el “cara al sol” para «hacer más alegre nuestra muerte».
Signo trágico, el de la muerte en acto de servicio, inseparable de la joven organización porque desde pocos días después del Acto fundacional, los dirigentes del Partido Socialista no habían dudado en movilizar a sus pistoleros para intentar exterminar a la naciente Falange. Así lo denunciaba el propio José Antonio en el Parlamento:
«Mientras yo, en cambio, le digo a la Cámara que a nosotros nos han asesinado un hombre en Daimiel, otro en Zalamea, otro en Villanueva de la Reina y otro en Madrid, y está muy reciente el del desdichado capataz de venta del periódico F.E.; y todos éstos tenían sus nombres y apellidos, y de todos éstos se sabe que han sido muertos por pistoleros que pertenecían a la Juventud Socialista o recibían muy de cerca sus inspiraciones. Estos datos son ciertos… Y nosotros, que tenemos en nuestras filas todas estas bajas y otros muchos heridos graves, nos hemos resistido a todos los impulsos vindicativos de los que nos pedían una represión enérgica y una represalia justa, porque consideramos mejor soportar, mientras sea posible, que abran bajas en nuestras filas que desencadenar sobre un pueblo una situación de pugna civil».
¿Conocerán estas palabras quienes se empeñan en criminalizar a la Falange imputándole violencias y delitos?
Frecuentemente se ha tratado de contraponer a José Antonio con el Estado nacido el 18 de Julio. Esta fecha simboliza el Alzamiento Nacional que en 1936 puso fin al estado de anarquía y de vulneración de la ley en que había desembocado la Segunda República pero enseguida se fue configurando con un contenido positivo que buscaba una total transformación de la vida española. En el fondo, la República no había sido sino la frustración más radical de este anhelo: ni se hicieron las innovaciones que España necesitaba ni se logró siquiera una mínima base de convivencia; por eso la respuesta al desafío revolucionario no podía ser la reacción pura y simple entendida como una vuelta al pasado y la defensa de privilegios e intereses.
El Alzamiento de 1936 y la Guerra Civil no fueron una simple conmoción, una sacudida superficial para devolver después las cosas al estado en que se encontraban sino que destruyeron unas ideas y sus consecuencias pero se alumbraron otras y se abrieron nuevos cauces que inspiraron y condicionaron la vida española durante muchos años con consignas que eran el polo opuesto a las que habían querido implantar hasta entonces liberales y socialistas.
Aunque en el Nuevo Estado no faltaron incoherencias con sus postulados teóricos, también hay que reconocer la falta de madurez del pensamiento político y económico falangista que había sido demoledor en el terreno de la crítica al socialismo y al liberalismo pero no había terminado de articular un modelo de Estado: ¿Quién desempeña la suprema magistratura del Estado? ¿Qué formas adquiere la centralización o la autonomía regional? ¿Separación o unidad de poderes? ¿Consejos o Cortes? ¿Partido único? ¿Sufragio universal o censitario? ¿Cómo se articula la representación orgánica? ¿Cuál es la forma jurídica de los Sindicatos nacionales? Cuando todavía hoy se discute en medios falangistas acerca de cómo hay que entender algunas de estas cuestiones, parece que no es posible exigir mayor precisión a aquellos hombres que estaban articulando y definiendo un Estado en circunstancias humanas y materiales muchísimo más difíciles.
En todo caso, las ideas vertebradoras del nacionalsindicalismo se plasmaron en numerosas realidades prácticas que permiten atribuir a la obra de los falangistas integrados en la España de Franco realizaciones tan trascendentales como el cambio social, la promoción político-social de la mujer, la formación de la juventud y la Organización Sindical. Por supuesto que esta afirmación no supone negar las deficiencias y los desequilibrios, menos aún pretende que el nacionalsindicalismo tuviera en la arquitectura del Nuevo Estado una hegemonía que en ningún momento alcanzó ni oculta las diferencias entre las realizaciones y algunos de las propuestas teóricas de José Antonio o de Ramiro Ledesma. Esta afirmación se deduce del sano realismo que supone comparar la España en cuya edificación intervino activamente la Falange, con la España anterior e incluso con la de nuestros días.
Durante el primer tercio del siglo XX, en el caldo de cultivo de las premisas teóricas y realizaciones prácticas del liberalismo, anarquistas, comunistas y socialistas habían gestado unas alternativas revolucionarias que condujeron a un paroxismo del que se empezó a salir no sin grandes dificultades. Por el contrario, el estado de cosas que comenzó en una Guerra Civil acabó desembocando en un cambio decisivo. Autores como Dalmacio Negro afirman que sólo a partir de entonces puede hablarse verdaderamente de un Estado y de aquí arranca también una sociedad más justa o por lo menos más equitativa en la distribución de sus bienes, la superación de viejos problemas como el agrario y el alcance de una prosperidad nunca conocida antaño acompañada de conquistas sociales como la atención médica generalizada, difusión de la cultura, acceso de las masas a la educación, estabilidad familiar, escasa delincuencia...
Esta afirmación no impide constatar que, a partir de 1957, la Falange quedó definitivamente descartada como solución de futuro para el régimen, precisamente cuando adquiría madurez para la actividad política la primera generación falangista de posguerra compuesta por hombres formados en el SEU, el Frente de Juventudes y la Guardia de Franco. Soplaban nuevos vientos, y el Gobierno español hace suya la idea de que en la situación del momento la problemática política (es decir, las ideas) ceden ante la problemática técnica. Se abre así un período en el que se aprueba la Ley de Principios del Movimiento Nacional y la Ley Orgánica del Estado y se introducen, sin apenas discrepancias notables, las exigencias del Concilio Vaticano II, «tan opuesto a la significación originaria del Alzamiento y Régimen español como a la tradicional doctrina de la propia Iglesia católica», en expresión de Rafael Gambra.
Las dificultades exteriores y, sobre todo, el deterioro del espíritu religioso y patriótico en interior, coinciden con una evolución hacia la democracia liberal y el socialismo entonces vigentes y una progresiva europeización bajo el pretexto del desarrollo económico. El Movimiento quedó reducido a funciones burocráticas y de movilización de masas. Incluso, en sus últimos años, su dirección recayó en políticos hábiles, dispuestos a aprovechar para la demolición del Estado de las Leyes Fundamentales la capacidad instrumental de dicho organismo así como su potencial de encuadramiento y de influencia.
La verdadera traición al 18 de Julio se produjo cuando hombres al servicio de la situación definida por las Leyes Fundamentales pactaron con la oposición una Constitución como la de 1978, un texto al que se pueden hacer sustanciales objeciones desde el punto de vista moral y político y que es, en buena medida, responsable de la situación actual en la que está en peligro la propia supervivencia de España como entidad jurídica con una personalidad propia forjada a lo largo de su historia.
Lejos de cruzarse de brazos ante la ignorancia o la falsificación del pasado promovida por los voceros de la llamada recuperación de la memoria histórica y las organizaciones políticas izquierdistas y nacionalistas parece preferible que sean los historiadores quienes desentrañen el verdadero significado de aquellos episodios. Porque, como dijo José Antonio aquel 29 de octubre, ya está alzada la bandera:
«Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!».

sábado, 13 de octubre de 2012

50 aniversario del Concilio Vaticano II: nada que celebrar


Es lógico que personas de edad avanzada, como las que en una inmensa mayoría, ocupan actualmente los cargos de responsabilidad en la Iglesia, evoquen con nostalgia el Concilio Vaticano Segundo y el conjunto de circunstancias que siguieron a esta asamblea. Todo ello marcó en buena medida su juventud y, con el paso de los años, uno hace de memoria de aquello que actualmente le resulta más grato y tiende a deformar lo ocurrido en aras de la propia justificación. Al tiempo que los recuerdos se desdibujan, el pasado se idealiza,

Y es que, para no pensar en el fraude, quizá sea necesario recurrir a la psicología. Solamente así se puede explicar el generalizado entusiasmo que en estos días está recorriendo desde la derecha a la izquierda (valga la expresión) del arco eclesial. Todos parecen coincidir en presentar el, por ahora, último Concilio como una referencia insuperable. Unos pretenden que es necesario volver a proponer su letra y recuperar su verdadero espíritu y otros lamentan que aquella prometedora aurora habría sido abortada. Pero ambos extremos coinciden en que el Vaticano Segundo está llamado a ser un punto al cual referirse constantemente y un camino irreversible.

Dicho optimismo contrasta, ante todo con los hechos. Solo hablando de España en el período que va de 1965 a 1980, el Obispo de Cuenca, Mons. Guerra Campos constataba, entre otras, las siguientes pérdidas:

  • Una quinta parte del clero abandona su misión.
  • Los misioneros del clero secular en América bajan un 75 por ciento y apenas hay relevo para los religiosos.
  • Las vocaciones a la vida consagrada caen en picado. Los seminarios pierden más del 90 por ciento de candidatos al sacerdocio entre 1962 y 1980.
  • El compromiso político, sobre todo de inspiración marxista, de algunos movimientos apostólicos lleva a la pérdida de fe de sus dirigentes y miembros.
  • Práctica desaparición de la Acción Católica y sus ramas

Pero con ser esto mucho, no lo es todo. Aunque, en pura hipótesis, los efectos del Concilio hubieran sido la nueva primavera de la Iglesia que algunos quieren ver, no por ello éste resultaría convalidado ante una sana crítica católica. En junio de 2009, Mons.Mario Oliveri, Obispo titular de Albenga escribió en Studi Cattolici que no sólo se dan errores en el espíritu o la interpretación que presentan del Concilio algunos teólogos, sino que también la propia letra de éste se halla objetivamente en contradicción con los concilios dogmáticos de la Iglesia.

Que estamos ante cuestión polémica y que se plantean problemas que resultan de difícil solución, es algo que salta a la vista y esperamos que esto no retraiga a ningún lector para afrontar una serie de cuestiones directamente relacionadas con lo que Pablo VI llamó la “autodemolizione”. Por ello sería muy conveniente acercarse al estudio del Concilio a partir de tres lecturas: El Rin desemboca en el Tíber, apasionante crónica del Concilio Vaticano II escrita por el padre Ralph Wiltgen SVD (Madrid: Criterio Libros, 1999); el trabajo imprescindible de Romano Amerio: Iota Unum. Estudio sobre las transformaciones de la Iglesia Católica en el siglo XX (Salamanca: 1994) y el estudio teológico-filosófico del padre Dominique Bourmaud: Cien años de modernismo: genealogía del Concilio Vaticano II (Buenos Aires: Fundación San Pío X, 2006). Sirvan estas referencias genéricas para evitar la reiteración de citas a lo largo de este trabajo.

¿Continuidad o ruptura?

Durante muchos años, no ha existido ningún pudor en reconocer la absoluta novedad y las rupturas introducidas por el Concilio Vaticano Segundo en la vida de la Iglesia. Con el paso del tiempo, los excesos cometidos y las resistencias ofrecidas, han dado paso a un notable cambio de discurso y se pretende hacer aceptables las novedades conciliares proclamando al mismo tiempo su continuidad con la doctrina previa.

Quienes no se dejan llevar de un optimismo voluntarista y reconocen la dramática situación de la Iglesia y del mundo apóstata acostumbran a desligar cualquier responsabilidad en este panorama de lo ocurrido durante el Concilio y de los documentos de él emanados. Bastaría, de creerles, con volver a la letra y al auténtico espíritu de los textos conciliares para salir de la crisis. Muchos de estos analistas interpretan el pontificado de Juan Pablo II y, más aún, el de Benedicto XVI desde esta línea argumentativa.

Al proceder así, se ignora que la enseñanza conciliar fue deliberadamente presentada de forma débil (es decir, sin definiciones ni condenas, a diferencia de los anteriores concilios), confusa (sin terminología propiamente teológica y, menos aún, escolástica) y sesgada (con la voluntad de poner sordina a las diferencias en aras de un ecumenismo indiferenciado y de una reconciliación con el mundo después de dos siglos de liberalismo y socialismo).

Además, las ambigüedades dieron un amplio juego a la interpretación más revolucionaria en el momento en que la autoridad procedió a aplicar las reformas apenas apuntadas en los textos conciliares. Las siguientes citas son suficientemente elocuentes porque proceden de sus grandes apologistas del Concilio: «La Iglesia ha hecho pacíficamente su revolución de octubre»[1]. Y a propósito de la Iglesia escribía: «Lumen Gentium abandonó la tesis que la Iglesia Católica sería Iglesia de modo exclusivo»[2]. En relación con el ecumenismo: «Es claro, sería vano de esconderlo, que el decreto conciliar ‘Unitatis redintegratio’ dice sobre varios puntos otra cosa que el ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’, en el sentido en que se entendió, durante siglos, este axioma»[3]. Admitió también Congar que la Declaración sobre la Libertad Religiosa del Vaticano II es contraria al Syllabus del Papa Pío IX: «Es innegable que la declaración del Vaticano II sobre la libertad religiosa expresa algo netamente distinto de aquello que afirmó el Syllabus de 1864, y logra ser justamente lo contrario de las proposiciones 16, 17 y 19 de ese documento»[4].

En aras de una interpretación más moderada se objeta desde sectores conservadores que éstas son opiniones de teólogos ajenas al Magisterio de la Iglesia. Ahora bien, que todas estas frases fueron consideradas por la autoridad una interpretación autorizada y no los delirios de un extremista que no interpretaba correctamente las declaraciones conciliares, lo prueba el hecho de que Congar fue nombrado Cardenal por Juan Pablo II (1994) en un gesto que se interpretó unánimemente como una rehabilitación de un teólogo considerado sospechoso en los años anteriores al Concilio. Más explícitamente aún, para el Cardenal Suenens, «Podríamos hacer una lista impresionante de las tesis enseñadas en Roma antes del Concilio como las únicas válidas, y que fueron eliminadas por los Padres conciliares»[5]. Por su parte, las tesis de Congar sobre el anti-Syllabus han sido respaldadas expresamente por el entonces cardenal Ratzinger:

«Si se desea presentar un diagnóstico del texto (Gaudium et Spes) en su totalidad, podríamos decir que (en unión con los textos sobre la libertad religiosa y las religiones del mundo) se trata de una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de Anti-Syllabus [...] Limitémonos a decir aquí que el texto se presenta como Anti-Syllabus y, como tal, representa una tentativa de reconciliación oficial con la nueva era inaugurada en 1789»[6].

Un teólogo español, Juan Martín Velasco, enumeraba recientemente —en este caso en sentido elogioso y reivindicativo— los cambios “trascendentales, doctrinales y prácticos” introducidos por el Vaticano Segundo:

«De una idea de revelación “proposicional”, a otra que tiene su centro en la auto-revelación de Dios en Cristo; de la búsqueda de la unidad por el retorno de los separados, a la promoción común de la unidad por los cristianos; de una Iglesia sociedad perfecta, a otra concebida como Misterio de unión en Cristo y Pueblo de Dios; de la radical oposición a la modernidad de documentos como el Syllabus, a una mirada positiva que no teme entrar en diálogo con ella; de una precedencia de la Iglesia universal a la de las Iglesias particulares de las que consta, en comunión recíproca, bajo el ministerio de la unidad ejercido por el sucesor de Pedro; de la práctica ignorancia de las religiones no cristianas, a recomendar el aprecio de las verdades y valores que contienen; del ideal del Estado confesional, a la libertad religiosa»[7].

Los elogios se vuelven en todos estos casos contra quienes los profieren. Y es que, interpretaciones de los textos aparte, hay una serie de enseñanzas conciliares que se siguen revelando difícilmente asimilables con la enseñanza tradicional y la fe de la Iglesia. Pensemos en la libertad religiosa, el ecumenismo o la colegialidad tal y como son presentados en los documentos conciliares. Basta decir que en Lumen Gentium se habla de la colegialidad en unos términos que hizo necesaria, como veremos más adelante, una Nota explicativa previa de Pablo VI, que explica poco pero al menos salva la clara heterodoxia de los conceptos vertidos en el texto. Y recordemos, por poner otro ejemplo, que a la hora de buscar precedentes doctrinales a la colegialidad, unos conocidos comentarios al vigente Código de Derecho Canónico, se ven obligados a recurrir al conciliarismo, tantas veces condenado.

La fuente última de esta ruptura hay que buscarla en la doble inspiración teológica que se hizo predominante en el Concilio: la Nouvelle Théologie, objeto de reprobación por Pío XII en la Humani generis y de crítica por autores tan relevantes como Garrigou-Lagrange, Cornelio Fabro y el Cardenal Siri y el viraje antropológico de Karl Rahner cuyo sistema sirve como clave de lectura para entender el Vaticano Segundo y los pronunciamientos papales posteriores.

Ni dogmático, ni pastoral

Según testimonio del Cardenal Tardini, Pío XII ordenó a una comisión especial estudiar los pros y los contras de comenzar nuevos trabajos conciliares y se tomó una decisión de carácter negativo. Quizá por eso, el anuncio de la convocatoria de un Concilio, debido como dijo el mismo Juan XXIII a una repentina inspiración[8], cogió al mundo totalmente por sorpresa.

A diferencia de lo ocurrido con el Vaticano I, no hubo ahora consultas previas acerca de la necesidad u oportunidad de convocarlo. El 15 de julio de 1959, el Papa constituyó la Comisión central preparatoria que difundió al episcopado de todo el mundo un cuestionario acerca de los temas que se habían de tratar, lo recogió y clasificó las opiniones, instituyó a su vez comisiones menores y elaboró los esquemas que debían ser propuestos a la asamblea ecuménica.

Contra lo que cabía esperar, el Concilio nacería, por así decirlo, de sí mismo, independiente de toda esta preparación. No es que no fuesen reconocibles ya en la fase preparatoria rasgos de pensamiento modernizante¸ sin embargo no caracterizaron al conjunto de los esquemas preliminares tan profundamente como después se reflejó en los documentos finales promulgados. Además, el resultado paradójico del Concilio[9] respecto a su preparación se manifiesta en tres hechos principales:

  • El fracaso de las previsiones hechas por quienes pensaron en el Concilio como un gran acto de renovación y de adecuación funcional de la Iglesia que iba a concluir en pocos meses.
  • La inutilidad efectiva del Sínodo Romano Primero sugerido por Juan XXIII como anticipación del Concilio y que proponía en sus textos (promulgados en enero de 1960) una vigorosa restauración en todos los órdenes de la vida eclesiástica.
  • La anulación casi inmediata de la constitución apostólica Veterum Sapienta (1962) que ponía las bases para procurar una reintegración general de lo latino en la Iglesia.
 
Acabamos de decir que es característico del Vaticano II su resultado paradójico, según el cual todo el trabajo preparatorio resultó nulo y fue rechazado desde la primera sesión. Ahora bien, tal desviación de la concepción original no tuvo lugar por una resolución interna del mismo Concilio en el desarrollo de sus sesiones sino por una vulneración del propio reglamento conciliar que altero sustancialmente los principios que debían conducir los debates, , dar impronta a las orientaciones y prefigurar los resultados del Concilio.

El 11 de octubre de 1962 se inauguraba el Concilio y dos días después era necesario elegir a 16 de los 24 miembros de las comisiones conciliares, ya que los restantes serían nombrados por el papa. Estas comisiones debían sustituir a las preparatorias y su peso sería decisivo en los futuros trabajos. El secretariado del Concilio había distribuido a los padres listas con los nombres de los miembros de las comisiones preparatorias intentando reconfirmarlos pero la respuesta fue inmediata: los cardenales Liénart y Frings pidieron que los obispos pudieran hacer nuevas consultas y preparar nuevas listas de candidatos. El consejo de la presidencia aceptó y el resultado fue que ningún miembro de la Curia resultó elegido.

Pronto se verían las consecuencias del cambio. El 14 de noviembre, cuando el Concilio comenzó el estudio del esquema acerca de las fuentes de la revelación, se produjo una división de la asamblea en dos bloques encabezados por los cardenales Ottaviani (del Santo Oficio y presidente de la comisión que había elaborado dicho esquema) y Bea (que había estado durante muchos años al frente del Pontificio Instituto Bíblico). Para salir del círculo cerrado, el consejo de la presidencia propuso que la asamblea decidiese entre proseguir la discusión o rechazar el esquema. Aunque los favorables a seguir la discusión quedaron en minoría, según el reglamento, se requería la mayoría de dos tercios para conseguir el rechazo. Con una decisión que reformaba de un plumazo la decisión del Concilio y anulaba el reglamento de la asamblea, pasando del régimen colegial al monárquico, Juan XXIII juzgó oportuno intervenir y ordenó la retirada del esquema y la constitución de una comisión mixta presidida por Ottaviani y Bea.

Los acontecimientos originados por estos incidentes tuvieron efectos importantes: la recomposición de las diez Comisiones conciliares y la eliminación de todo el trabajo preparatorio, por lo que de veinte esquemas sólo se estudió el de Liturgia. Se cambió la inspiración general de los textos e incluso el género estilístico de los documentos que abandonaron la estructura clásica en la que a la parte doctrinal seguía el decreto disciplinar.

Renunciando a ser dogmático no iba el Concilio a ser ni siquiera auténticamente pastoral porque, en expresión del cardenal Ottaviani, la pastoral consiste en aplicar los principios dogmáticos a los casos concretos. El Vaticano Segundo no quiso definir ninguna doctrina revelada ni condenar infaliblemente nada, solamente procuró dar respuesta a las vicisitudes planteadas por la Modernidad pero lo hizo aceptando el lenguaje y el pensamiento subjetivista que es propio de este paradigma cultural.

«La prudencia, que debe regir la aplicación recta del principio doctrinal al caso concreto y práctico a la luz de la sana doctrina y del sentido común práctico, faltó por completo en la enseñanza del Vaticano II, “pastoral” in voto, pero en realidad, “apastoral” de facto, ya por defecto de doctrina sana, ya por carencia de sentido común […] El hecho de no haber querido poner en guardia a los fieles contra los peligros que amenazaban entonces al mundo y a la Iglesia (p.ej. el comunismo soviético) puede calificarse, como mínimo, de carencia total de sentido común, de prudencia y de una enseñanza y practica pastoral sana»[10].

Del conciliarismo a la nota previa

Un ejemplo de todo lo que venimos diciendo será la respuesta dada a los debates planteados en torno a de la potestad que corresponde al oficio del Romano Pontífice y sus características. Lo sorpresivo del recurso al argumento de la colegialidad y los vacíos que plantea como pretendida solución a la relación entre el primado de Pedro y la mencionada solidaridad colegial hacen que el texto de Lumen Gentium aprobado en el aula conciliar resultara difícilmente aceptable. Entonces Pablo VI determinó que una Nota previa de la Comisión teológica expresara una fórmula nueva, rechazando dos explicaciones:

  • La clásica interpretación católica según la cual el sujeto de la suprema potestad en la Iglesia es solamente el Papa, quien la condivide cuando quiere con la universalidad de los obispos llamados por él a Concilio.
  • La doctrina modernista según la cual el sujeto de la suprema potestad en la Iglesia es el colegio unido con el Papa (aunque no sin el Papa, que es su cabeza). Pero de modo tal que, cuando el Papa ejercita la suprema potestad, incluso en solitario, la ejercita en cuanto cabeza del colegio y como representante del colegio, al que tiene la obligación de consultar para expresar su pensamiento.

La Nota previa afirma que la potestad suprema reside en el colegio de los obispos unido a su Cabeza: pero pudiendo ejercitarlo ésta independientemente del Colegio, mientras que el Colegio no puede hacerlo independientemente de la Cabeza. Conviene resaltar la singularidad, incluso formal, de este documento:

  • No hay ejemplo en la historia de los concilios de una glosa de tal cariz añadida a una Constitución dogmática como es la Lumen Gentium y ligada orgánicamente a ella.
  • Parece inexplicable que el Concilio, en el mismo acto de promulgación de un documento doctrinal (después de tantas consultas, enmiendas y cribas) alumbre un documento tan imperfecto que deba ser acompañado por una cláusula explicativa.
  • Una curiosidad de esta Nota previa es que, según su título, se debería leer antes de la Constitución la que está ligada y sin embargo se edita después de ella.

Una controvertida reforma litúrgica

Colegialidad y duplicidad de la potestad suprema, ecumenismo, libertad religiosa… son algunos de los puntos débiles de un Concilio puestos reiteradamente de manifiesto por analistas como Roberto de Mattei (Il Concilio Vaticano II, Una storia mai scritta, Turín: Edizioni Lindau, 2010), Brunero Gherardini (Vaticano II: una explicación pendiente, Navarra: Editorial Gaudete, 2011) y Álvaro Calderón (Prometeo. La religión del hombre. Ensayo de una hermenéutica del Concilio Vaticano II, Buenos Aires: Río Reconquista, 2010). 

Pero quizá sea la reforma litúrgica el aspecto que más polémica ha desatado. Probablemente porque, por su propia naturaleza, el culto y la celebración de los Sacramentos sirvió como medio privilegiado para la difusión de los principios conciliares. Eso por no hablar de la profunda y caótica transformación sufrida por la inmensa mayoría de los espacios dedicados a la celebración y del mismo arte sacro.
Además, la reforma litúrgica desborda con creces la cronología conciliar porque procede de atrás, se hizo bajo la inspiración del llamado movimiento litúrgico desviado y se puso en práctica, con posterioridad a la clausura del propio Vaticano Segundo, amparándose en la ambigüedad y vaguedad de las genéricas afirmaciones contenidas en la Sacrosanctum Concilium.

El contraste entre el resultado de la reforma litúrgica y las formas previas es tan acusado que los Cardenales Ottaviani y Bacci llegaron a la siguiente conclusión:

«El nuevo “Ordo Missae” —si se consideran los elementos nuevos susceptibles de apreciaciones muy diversas, que aparecen en él sobreentendidas o implícitas— se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada por la 20ª sesión del Concilio de Trento que, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar a la integridad del Misterio»[11].

En efecto, la ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesiacree como ora, y así se expresa en el adagio clásico: “Lex orandi, lex credendi” [“La ley de la oración es la ley de la fe”] o “legem credendi lex statuat supplicandi” [“La ley de la oración determine la ley de la fe”], según Próspero de Aquitania (siglo V, ep. 217). Ahora bien, resulta difícil contradecir que detrás de la reforma litúrgica existen nuevas doctrinas teológicas que han dado origen a una nueva liturgia sustancialmente diferente de la liturgia romana tradicional. Un detallado estudio teológico y litúrgico publicado en 2001 llegaba a las siguientes conclusiones:

«El análisis del Novus Ordo Missae y de la Institutio generalis Missalis romani nos obligará a comprobar que la estructura del rito ya no se funda en el sacrificio sino en el banquete conmemorativo. Descubriremos igualmente que el rito ha puesto en primer plano la presencia de Cristo en su Palabra y en su pueblo, relegando a un segundo plano la presencia de Cristo como sacerdote y como víctima. Por una consecuencia inevitable, la dimensión eucarística se pondrá por delante de la finalidad satisfactoria. La conclusión de esta triple verificación se impondrá entonces: para designar las diferencias entre el misal tradicional y el nuevo, el término ruptura litúrgica es más apropiado que el de reforma litúrgica»[12].

Conviene recordar que Pablo VI acudía a la propia fuerza de su autoridad para obligar al acatamiento de las novedades que se deseaba implantar: “La adopción del nuevo Ordo Missae no se deja para nada a la libre decisión de los sacerdotes o fieles […] El nuevo Ordo Missae ha sido promulgado para tomar el lugar del antiguo rito, después de una madura deliberación, para llevar a cabo las decisiones del Concilio» (24 de mayo de 1976). Ahora bien, éste y parecidos discursos carecen del valor jurídico necesario para abrogar la Bula Quo primum de San Pío V (1570) que concede a perpetuidad a los sacerdotes de rito romano la facultad de la celebrar la impropiamente llamada Misa tridentina.

Ahora bien, con anterioridad a 1988 siempre se negaron desde Roma a reconocer comunidades en las que se celebrara la Liturgia Tradicional.Nunca se autorizó la celebración de la Misa Tradicionalhasta 1984, y entonces en condiciones leoninas. Prohibición, por cierto, contra todo derecho, por puro abuso de poder pues ahora en el Motu Proprio Summorum Pontificum el propio Benedicto XVI ha reconocido explícitamente “que no se ha abrogado nunca como forma extraordinaria» el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962. Creo que no se ha reflexionado seriamente sobre la gravedad de la situación ahora reconocida por primera vez; es decir, la existencia hasta 2007 de un vacío legal en una materia de importancia trascendental para la vida dela Iglesia como es la celebración dela Santa Misa.

Conclusión

Los hechos históricos necesitan del paso del tiempo para ser objeto de una valoración acertada. Unas veces porque la falta de perspectiva y de documentación o testimonios accesibles impide conocer cuáles son las intenciones que los guían y los objetivos que se pretenden. Otras, porque la libertad humana puede torcer o enderezar las consecuencias de una determinada decisión en una dirección muy diferente a la que pretendían quienes la pusieron en marcha.

No dejemos que la pasión ni los intereses impidan un análisis objetivo de los hechos históricos hasta aquí esbozados. Sobre todo porque, únicamente el paso del tiempo nos permitirá conocer la deriva definitiva que seguirán los acontecimientos y resulta difícil una correcta interpretación de lo que ocurre en nuestros días cuando se desfigura el pasado más reciente. Además, solamente examinando las causas profundas de la situación actual se podrá procurar el remedio adecuado.

Un remedio que, necesariamente, tendrá que pasar por los caminos abiertos por quienes, a lo largo de estos años, han sabido ser minoría sin caer en el desaliento, se han anclado firmemente en la verdad, no admitiendo lo que no es lícito y han juzgado las cosas por lo que son y no por lo que parecen o por lo que dicen los demás, por mucha autoridad de que parezcan revestidos.


[1] Yves Congar, Le Concile au jour le jour, 2ª session, París: Cerf, 1964, p. 115.
[2] Yves Congar, Essais Ecuméniques, París: Le Centurion, 1984, p. 216
[3] Ibid., p. 85.
[4] Yves Congar, La Crise d’Eglise et Msgr. Lefebvre, París: Cerf, 1977, p. 54.
[5] I.C.I., 15 de mayo de 1969.
[6] Joseph Ratzinger, Les Principes de la théologie catholique, París: Téqui, 1985, pp. 426-427. Las opiniones de Ratzinger sobre el Syllabus pueden confrontarse con las afirmaciones de Castán Lacoma cuando era Obispo Auxiliar de Tarragona: “El Syllabus, en el aspecto que considerábamos de vigencia canónica, la tiene plena; es perfectamente obligatorio hoy como lo era recién formulado por Pío IX”. (“Vigencia y actualidad del Syllabus”, Verbo Serie I-nº 2 (1962) pp. 11-12 y 20).
[7] Juan Martín Velasco, “Fidelidad al Concilio”, Misa Dominical XLII-10 (2010), 52.
[8] El 20 de enero de 1959: «De pronto, una gran idea surgió en Nosotros e iluminó Nuestra alma. La acogimos con inenarrable confianza en el divino Maestro y de nuestros labios salió una palabra solemne, imperativa. Nuestra voz la expresó por primera vez: un Concilio», Josep-Ignasi Saranyana (ed.), Cien años de pontificado romano. De León XIII a Juan Pablo II, Pamplona: EUNSA, 1997, p. 148.
[9] En expresión de Romano Amerio, ob. cit., p. 71.
[10] Sí Sí No No, junio-2012.
[11] Carta a Pablo VI de los cardenales Ottaviani —prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe— y Bacci que sirve de presentación al Breve Examen Critico del Novus Ordo Missae, 1969.
[12] Fraternidad Sacerdotal San Pío X, El problema de la reforma litúrgica. La Misa de Vaticano II y de Pablo VI, Argentina: 2001, pp.15-16.

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Ángel David Martín Rubio