«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

domingo, 30 de junio de 2013

30 de junio: reflexión en el XXV aniversario de unas ordenaciones episcopales

Mons.Lefebvre en África, escenario de su obra misionera y apostólica
La Hermandad Sacerdotal de San Pío X ha publicado una Declaración con motivo del XXV aniversario de las ordenaciones de los obispos Fellay, de Galarreta, Tissier de Mallerais y Williamson, llevadas a cabo, sin mandato pontificio, por monseñor Marcel Lefebvre el 30 de junio de 1988. Ha bastado esta efeméride para que los medios de información religiosa vuelvan a ocuparse de un asunto que tenían un poco olvidado, probablemente solicitados por noticias de actualidad más inmediata como las que han sacudido a la Iglesia desde el pasado 11 de febrero.

No deja de ser sintomático que en medio de esta primavera posconciliar de parabienes y acogida universal, cuando todas las “sensibilidades religiosas” encuentran eco fraterno entre aquellos que se encuentran en “plena comunión” se abra la caja de los truenos y se recurra a los tópicos de la exclusión y el cisma únicamente para referirse a quienes –a medio camino entre el infantilismo y el cinismo– son calificados como lefebvristas o lefebvrianos. Es más, en alguno de estos medios se ha acuñado la categoría del filo-lefbvrista aplicable a un género mucho más peligroso incluso que los miembros de la institución fundada por el Obispo francés.

Como ya se dijo en otra ocasión desde el mismo medio que acoge estas reflexiones:

En España, probablemente sea Tradición Digital el único medio de comunicación especializado en temas religiosos que informa a sus lectores de las noticias relacionadas con la Hermandad Sacerdotal San Pío X con la naturalidad que el caso merece. […] Y todo ello sin necesidad de aspavientos, desprecios ni dramatizadas profesiones de fe en el primado pontificio y en la indefectibilidad de la Iglesia como los que prodigan otros comentaristas. Son éstas, realidades que en TD profesamos con la suficiente hondura como para no convertirlas en galladerte encubridor de posiciones, en el fondo, complacientes con la autodemolición denunciada por Pablo VI.
Queremos por lo tanto, llegados a este aniversario, pedir serenidad en los análisis y aprovechamos para recordar algunos aspectos ineludibles para el que quiera ocuparse de esta cuestión.

"Inculturación"
1988: antes y después
1.- No entramos ahora a valorar la intención o posibles deficiencias de las recientes concesiones romanas, como el motu proprio Summorum Pontificum o el levantamiento de las excomuniones declaradas a los obispos ordenados por monseñor Lefebvre. Pero a nadie se le oculta que el escenario ha cambiado radicalmente con posterioridad a lo se llamó “Operación salvamento de la Tradición”, es decir, desde las ordenaciones del 30 de junio de 1988.

En efecto, con anterioridad a esa fecha, Roma nunca otorgó reconocimiento canónico a comunidades en las que se celebrara la Liturgia Tradicional y actualmente son numerosas las aprobadas o en vías de serlo. Es más, nunca se autorizó la celebración de la Misa Tradicional desde 1969 hasta el tristemente célebre "indulto" otorgado por Juan Pablo II en 1984, y entonces en condiciones leoninas. Basta recordar que en el Decreto Quattuor abhinc annos se exigía entregar el nombre de los sacerdotes y fieles que deseaban asistir a las Misas "indultadas" y se concedía el permiso exclusivamente a ellos, medida policíaca sin precedentes en el ámbito de la Liturgia católica.
[...] Perdurando el problema (*), el Santo Padre con el deseo de salir al encuentro de estos grupos, ofrece a los Obispos diocesanos la posibilidad de conceder un indulto por el que se otorgará a los sacerdotes y los fieles -que se indicarán en la carta de solicitud que se presentará al propio obispo- poder celebrar la S. Misa usando el Misal Romano según la edición de 1962 y ateniéndose a las siguientes indicaciones [...]
(*) NOTA DEL AUTOR la terminología empleada en el documento no puede ser más significativa: "el problema" son los sacerdotes y fieles que permanecen ligados al "rito tridentino"

Como respuesta a las ordenaciones, se otorgaron tímidas concesiones apuntadas en la Carta Apostólica Ecclesia Dei (1988) que, ya en el pontificado de Benedicto XVI, dieron paso al Motu Proprio Summorum Pontificum (2007: ¡No hay versión en español en la web oficial del Vaticano!) acompañado de una significativa Carta a los obispos y complementado con una posterior Instrucción Universae Ecclesiae (2011). Actualmente la situación es de una liberalización teórica, siempre obstaculizada en la práctica por la mayor parte de los obispos y sometida a una problemática afirmación de la identidad de fondo entre la Liturgia Tradicional y la reformada.

Aunque, a grandes rasgos, los efectos de las ordenaciones de 1988 han sido positivos para la consolidación de la Liturgia Tradicional, nos adelantamos a las posibles objeciones recordando que «non sunt facienda mala, ut eveniant bona», es decir que un fruto bueno no convalida moralmente una acción mala. Ahora bien, la ordenación de obispos sin mandato pontificio, no deja de ser un acto que deviene ilícito por puro derecho positivo, algo que ni siquiera estaba previsto en el Código de Derecho Canónico de 1917 y fue penalizado en una ley posterior por lo que no cabe atribuirle una maldad objetiva e intrínseca. Menos aún cabe otorgar a dicha acción una naturaleza cismática por sí misma; de hecho se ha practicado en muy diversas circunstancias a lo largo de la historia de la Iglesia e incluso después de su prohibición no siempre se declara la pena canónica de excomunión latae sententiae que lleva aneja.

Pero no queremos hacer aquí apología de la decisión tomada en su día por monseñor Lefebvre. Se podrá discrepar de la medida pero estimamos necesario recordar dos cosas para no incurrir en una valoración apriorística de la misma.
  • Primero, que el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962 «no se ha abrogado nunca como forma extraordinaria», como ha reconocido explícitamente Benedicto XVI en Summorum Pontificum. Esta afirmación obliga a admitir que la prohibición en la práctica de la Liturgia romana tradicional se hizo a partir de 1969 contra todo derecho, por puro abuso de poder y que durante muchos años no quedaba a los sacerdotes y fieles que deseaban permanecer adheridos a ella otra alternativa que alguna forma de vinculación con la Hermandad de San Pío X. Y no olvidemos que lo que era visto como un "problema" en el "indulto" de 1984 solamente empieza a ser reconocido como un "derecho", al menos teóricamente, en 2007.
  • En segundo lugar, para quien pretenda aducir que las circunstancias han cambiado radicalmente con las medidas ahora adoptadas, conviene recordar que la resistencia promovida por la obra de la Tradición no lo fue primariamente contra los abusos litúrgicos que se prodigaron y se siguen prodigando sin encontrar respuesta eficaz. La prueba de lo que decimos es que los cardenales Ottaviani y Bacci no tuvieron que esperar a ver las arbitrariedades en la celebración del Novus Ordo Missae promulgado en 1969 para avalar su Breve examen crítico del mismo
Ratzinger y Biali escuchan a Karl Rahner, uno de los principales inspiradores del Vaticano II
Monseñor Lefebvre: "yo acuso al Concilio"
2.- En efecto, el cuestionamiento de la reforma litúrgica se hizo desde perspectivas teológicas previas a cualquier distorsión protagonizada por quienes llevaban los principios inspiradores de la misma hasta las últimas consecuencias. Es decir, que la conservación de la Liturgia Tradicional es inseparable de la custodia de la fe que aquélla expresa de acuerdo al principio Lex orandi, lex credendi (La ley de la oración es la ley de la fe) (o: legem credendi lex statuat supplicandi [La ley de la oración determine la ley de la fe], según Próspero de Aquitania, siglo V, ep. 217).

Esta última afirmación nos lleva a vincular la vida y la obra de monseñor Lefebvre con un proceso de crisis de la Iglesia difícilmente equiparable al de cualquier otro período de su historia y, especialmente, con las causas teológicas que determinaron una situación que llevó a Pablo VI a tener la sensación de que «por alguna fisura, el humo de Satanás ha entrado en el templo de Dios» (29 de junio de 1972).

Y es aquí donde nos vemos obligados a enfrentarnos con el Concilio Vaticano II. Y, al hacerlo, no ignoramos que el conflicto de fondo entre la Hermandad San Pío X y la Santa Sede ha tenido recientemente un momento de expresión privilegiada. Nos referimos a la nota manuscrita de Benedicto XVI entregada a monseñor Fellay en junio de 2012, con posterioridad a las conversaciones teológicas mantenidas por la Hermandad con representantes de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Allí se imponía la aceptación del Vaticano II y del magisterio posconciliar como única opción posible para un reconocimiento de la obra de la Tradición que se mueve en el entorno diseñado por Marcel Lefebvre.

No deja de ser paradójico que las profesiones de fe conciliar prodigadas desde instancias conservadoras al tiempo que profieren sus diatribas contra monseñor Lefebvre coincidan con el momento en que se alzan más voces discordantes del consenso impuesto hasta ahora y se hace inaplazable una revisión teológica del Vaticano II. Junto a análisis elaborados desde la propia Hermandad como los de Dominique Bourmaud (Cien años de modernismo: genealogía del Concilio Vaticano II, Buenos Aires: Fundación San Pío X, 2006) y Álvaro Calderón (Prometeo. La religión del hombre. Ensayo de una hermenéutica del Concilio Vaticano II, Buenos Aires: Río Reconquista, 2010) se puede recurrir con fruto a los estudios del fallecido Romano Amerio, que desarrolló su labor docente en la Universidad de Milán (Iota Unum. Estudio sobre las transformaciones de la Iglesia Católica en el siglo XX, Salamanca: 1994); Roberto de Mattei, profesor de la Universidad Europea de Roma (Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta, Torino: Lindau, 2010) o Brunero Gherardini, que ha sido profesor de la Pontificia Universidad Lateranense (Concilio Vaticano II: una explicación pendiente, Pamplona: Gaudete, 2011). En junio de 2009, monseñor Mario Oliveri, Obispo titular de Albenga escribió en Studi Cattolici que no se dan únicamente errores en el espíritu o la interpretación que presentan del Concilio algunos teólogos, sino que la propia letra de éste se halla objetivamente en contradicción con los concilios dogmáticos de la Iglesia.

Muchos no se dejan llevar de un optimismo voluntarista y reconocen la dramática situación de la Iglesia y del mundo apóstata expresada dramáticamente por Pablo VI: «Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Y ha venido, en cambio, un día de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre» (29-junio-1972, loc.cit.). Pero, al mismo tiempo, se acostumbra a negar que el Concilio y de los documentos de él emanados tengan cualquier responsabilidad en lo ocurrido. Bastaría con volver a la letra y al auténtico espíritu de los textos conciliares para salir de la crisis. Y se llega a interpretar los últimos pontificados desde esta línea argumentativa.

Recientemente, se ha subrayado también la existencia de una hermenéutica de la reforma con la que Benedicto XVI trató de limar alguna de las disonancias más exasperantes. Ahora bien las entrevistas de monseñor Lefebvre con el entonces cardenal Ratzinger antes de las consagraciones de 1988 prueban ampliamente cómo se entiende dicha continuidad: «No hay sino una sola Iglesia, es la Iglesia del Concilio Vaticano II. El Vaticano II representa la tradición» (Son las palabras de Ratzinger, citadas por Lefebvre en la conferencia de prensa del 15 de junio de 1988).

El argumento tiene su importancia porque a él se pueden reducir bajo sus diversas formas todos los dicterios que los apologistas conservadores del Concilio lanzan contra los católicos fieles a la Tradición. Es decir que, para ellos, basta constatar los términos en los que se expresa el "magisterio" conciliar y posconciliar para concluir que esa nueva enseñanza es la tradición aquí y ahora. "La tradición soy yo" vendría a decir el neo-magisterio emulando al absolutismo del Rey Sol. Se difumina así la convicción de que el propio Magisterio (incluso supremo) tiene barreras infranqueables y se vacía al depósito de la Revelación de cualquier contenido objetivo, dejándolo sometido a una continua actualización. Pretender que a la hora de interpretar la enseñanza de la Iglesia sobre la libertad religiosa, sobre el ecumenismo, sobre la colegialidad episcopal o la Liturgia se recurra al propio Concilio y al magisterio que le ha seguido, y no a un elemento objetivo de confrontación externo al Concilio y al magisterio posconciliar pero no ajeno a la Iglesia (es decir, la Revelación y la Tradición) equivale a encerrar el problema en un círculo vicioso donde el elemento que ha de ser interpretado se convierte, a su vez, en el criterio de interpretación. Llegamos así desde la hermenéutica de la reforma a la hermenéutica del absurdo.

«Pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación trasmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la fe» (Pastor aeternus. Dz 1836). Sí,  la Iglesia tiene que revisar su enseñanza a la luz de unos contenidos objetivos que son las verdades que Dios ha revelado y que se contienen en la Sagrada Escritura y en la Tradición, «palabra de Dios no escrita, sino comunicada de viva voz por Jesucristo y por los Apóstoles, transmitida sin alteración de siglo en siglo por medio de la Iglesia hasta nosotros» (Catecismo de San Pío X, 890). Lo contrario equivale a sostener una concepción nominalista de la autoridad y de la obediencia en la que la verdad sería lo propuesto por aquella en cada momento desembocando en un relativismo historicista. Falsa concepción de la obediencia que deja al catolicismo en manos de los grupos de presión que, a la hora de decidir, inclinan siempre a su favor la balanza de una Jerarquía débil y complaciente. Una autoridad que, en nombre de la obediencia, impone a los obedientes que hagan lo que quieren los grupos de presión. Ejemplo señero: la Comunión en la mano, aprobada por Pablo VI dando así su respaldo a una práctica que había comenzado contra la ley litúrgica y que contaba con la oposición de la mayoría del episcopado consultado expresamente sobre la cuestión.

Dicho esto, tampoco se puede olvidar la peculiaridad de un Concilio cuya enseñanza fue intencionadamente presentada de forma débil (es decir, sin definiciones ni condenas, a diferencia de los anteriores concilios), confusa (sin terminología propiamente teológica y, menos aún, escolástica) y sesgada (con la voluntad de poner sordina a las diferencias en aras de un ecumenismo indiferenciado y de una reconciliación con el mundo). Además, las ambigüedades dieron un amplio juego a la interpretación más revolucionaria en el momento en que la autoridad procedió a aplicar las reformas apenas apuntadas en los textos conciliares. Tienen razón algunos al decir que no bastaría constatar el carácter meramente pastoral del Vaticano II y la ausencia de cualquier definición dogmática en el mismo para cuestionar sus enseñanzas problemáticas. En realidad, lo que se deduce de las vicisitudes conciliares y del tenor de sus documentos no es solo que no se trató de un concilio dogmático sino que difícilmente le cuadra la nota de pastoral al faltarle, precisamente la prudencia, que debe regir la aplicación recta del principio doctrinal al caso concreto y práctico.

El propio Ratzinger ha presentado en numerosas ocasiones el Vaticano II como la síntesis (en sentido hegeliano, agregamos) del secular conflicto del Catolicismo contra la Ilustración y el Liberalismo. Y esto hasta tal punto que su pontificado se puede interpretar como el proyecto de una síntesis equidistante de la Tradición Católica y de los excesos revolucionarios, reconciliando a la Iglesia con la Modernidad y cerrando en falso la ruptura introducida por el nominalismo, la reforma protestante y sus secuelas. Bastan unas citas entre las que podrían aducirse:
Si se desea presentar un diagnóstico del texto (Gaudium et Spes) en su totalidad, podríamos decir que (en unión con los textos sobre la libertad religiosa y las religiones del mundo) se trata de una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de Anti-Syllabus [...] Limitémonos a decir aquí que el texto se presenta como Anti-Syllabus y, como tal, representa una tentativa de reconciliación oficial con la nueva era inaugurada en 1789 (Joseph RATZINGER, Les Principes de la théologie catholique, París: Téqui, 1985, pp. 426-427). 
El problema en los años 60 era el de asumir los mejores valores expresados en dos siglos de cultura "liberal". Hay valores, en efecto, que, si bien nacidos fuera de la Iglesia, pueden encontrar su lugar -una vez deparados y corregidos- en su visión del mundo. Esto ha sido hecho ya Pero ahora el clima es diverso: ha emperorado mucho por referencia a lo que justificaba un optimismo, acaso ingenuo. Es necesario, pues, buscar un nuevo equilibrio (Joseph RATZINGER, entrevista en la revista Gesú, noviembre-1984, cit.por José Mª ROVIRA BELLOSO "Significación histórica del Vaticano II" en Casiano FLORISTÁN - Juan José TAMAYO, El Vaticano II, veinte años después, Madrid: Ediciones Cristiandad, p. 36).
Las siguientes citas son igualmente elocuentes porque proceden de uno de los grandes apologistas del Concilio elevado al cardenalato por Juan Pablo II. «La Iglesia ha hecho pacíficamente su revolución de octubre»(Yves CONGAR, Le Concile au jour le jour, 2ª session, París: Cerf, 1964, p. 115). Y a propósito de la Iglesia escribía: «Lumen Gentium abandonó la tesis que la Iglesia Católica sería Iglesia de modo exclusivo» (Yves CONGAR, Essais Ecuméniques, París: Le Centurion, 1984, p. 216). En relación con el ecumenismo: «Es claro, sería vano de esconderlo, que el decreto conciliar ‘Unitatis redintegratio’ dice sobre varios puntos otra cosa que el ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’, en el sentido en que se entendió, durante siglos, este axioma» (Ibid., p. 85). Admitió también Congar que la Declaración sobre la libertad religiosa del Vaticano II es contraria al Syllabus del papa Pío IX: «Es innegable que la declaración del Vaticano II sobre la libertad religiosa expresa algo netamente distinto de aquello que afirmó el Syllabus de 1864, y logra ser justamente lo contrario de las proposiciones 16, 17 y 19 de ese documento». Más explícitamente aún, para el Cardenal Suenens, «Podríamos hacer una lista impresionante de las tesis enseñadas en Roma antes del Concilio como las únicas válidas, y que fueron eliminadas por los Padres conciliares» (I.C.I., 15 de mayo de 1969).

Los elogios se vuelven en todos estos casos contra quienes los profieren. Y es que, interpretaciones de los textos aparte, hay una serie de enseñanzas conciliares que se siguen revelando difícilmente asimilables con la enseñanza tradicional y la fe de la Iglesia. Pensemos en la libertad religiosa, el ecumenismo o la colegialidad tal y como son presentados en los documentos conciliares. Basta decir que en Lumen Gentium se habla de la colegialidad en unos términos que hizo necesaria una Nota explicativa previa de Pablo VI, que explica poco pero al menos salva la clara heterodoxia de los conceptos vertidos en el texto. Y recordemos, por poner otro ejemplo, que a la hora de buscar precedentes doctrinales a la colegialidad, unos conocidos comentarios al vigente Código de Derecho Canónico, se ven obligados a recurrir al conciliarismo, tantas veces condenado.


Los obispos Lefebvre y Castro Mayer el 30 de junio de 1988 en Econe
¿Hay una aportación de la Hermandad San Pío X al catolicismo?
Nadie piense que caemos aquí en el simplismo de idealizar a la Hermandad de San Pío X o de presentarla como la panacea universal para las lacras del catolicismo contemporáneo. Somos conscientes de que la institución fundada por Lefebvre atraviesa uno de los momentos más difíciles de su historia y apenas es necesario apuntar a las tensiones que han aflorado con motivo de las conversaciones doctrinales mantenidas en Roma durante los últimos años. El hecho de que falte la firma de monseñor Williamson entre los firmantes de la Declaración no puede ser más significativo. Además, estimamos que la gran obra de la Tradición en su conjunto debe afrontar un serio debate y una reflexión teológicamente fundada que lleve a superar por absolutamente irreal el discurso de la esperanza restauracionista poniendo el afán en la batalla de resistencia y el propio testimonio personal e institucional.

A pesar de todo, no podemos pasar por alto una referencia a todo lo que la obra alentada por monseñor Lefebvre ha aportado a la Iglesia en los años que nos separan del Concilio Vaticano II y lo haremos a partir de una comparación entre España y Francia que nos sirve para constatar las deficiencias notorias del catolicismo en aquellos lugares en que el combate por la Tradición ha encontrado un eco escaso.

En contraste con el caso francés donde estamos viendo en los últimos meses a los católicos batirse contra la legalidad revolucionaria y sufrir el acoso, al mismo tiempo, del jacobinismo estatal y de la chusma neoizquierdista, en España se ha impuesto una legislación semejante sin apenas reacción constatable de los católicos. Es más, hemos llegado a extremos tan risibles como el respaldo dado por boca del Secretario Portavoz de la Conferencia Episcopal, a la ratificación por parte del Jefe del Estado de la completa despenalización del aborto. Por no hablar de la distinción, tan extendida en medios conservadores, entre “aborto malo” (el promovido por el PSOE) y “aborto bueno” (el sostenido desde el PP). O el voto masivo otorgado por los católicos a Mariano Rajoy, después de declarar ante las cámaras de TVE que «si mi hijo fuera homosexual, asistiría a su boda, pero le aconsejaría una unión de hecho». El catolicismo francés es, ciertamente una minoría, pero no es irrelevante como el catolicismo español.

La constatación de que en España padecemos un catolicismo enfeudado en el sistema, dependiente económicamente del Estado y alegremente enfrascado en su propia autodefinición nos lleva a recordar lo que dijimos en el acto de presentación en Madrid de la biografía escrita por Tissier de Mallerais. Allí lamentábamos la ausencia del nombre de algún representante del episcopado español que pudiera parangonarse con el de monseñor Lefebvre. Ahora, añadimos, que esa falta se hace aún más notoria al comparar el catolicismo francés con el español y al comprobar la existencia en el primero de eficaces núcleos de resistencia, buena parte de ellos, organizados en el entorno de la Hermandad San Pío X. Que la oposición en Francia se ha gestado en ambientes ajenos al catolicismo oficial lo demuestra la revista del episcopado francés, La Croix —que ha tomado la habitual posición ambigua y condescendiente— alarmada por la polarización creada y explicando que para la izquierda, «retroceder es imposible, sería renegar de sí misma»; y como los católicos conforman la «mayoría hostil al proyecto», el vigor de su resistencia hace que se hable incluso de «amenaza de una “guerra civil”».

Terminamos recordando una de las afirmaciones de la Declaración publicada con motivo de este aniversario en la que se recuerda que monseñor Lefebvre, después de tantos años de servicio a la Iglesia y al Romano Pontífice, no dudó en sufrir la injusta acusación de desobediencia para salvaguardar la fe y el sacerdocio católicos.

Porque, en efecto, la verdad no se impone por sí misma como si le bastara la fuerza de la propia verdad. La que se impone de hecho es la mentira y la verdad, si llega a abrirse paso, lo es a fuerza de ríos de sangre de mártires y de incontables esfuerzos de misioneros y apóstoles. Ahí está el ejemplo de los primeros siglos cristianos: ¿Por qué triunfó la Fe? Porque antes se cansaron los verdugos de matar que los cristianos de morir. ¿Qué pasó después con el cristianismo en el norte de África? Que la verdad cristiana, establecida por el testimonio de tantísimos mártires, enseñada y defendida por figuras tan excepcionales como San Cipriano y San Agustín, fue arrasada por la mentira. Los ejemplos podrían multiplicarse.
Estudiando el tema sobre otras bases, un periodista de excepcional competencia y de pensamiento laico como es Jean François Revel, llega a esta conclusión: «La fuerza más poderosa entre las que dominan el mundo es la mentira». Y pocas mentiras tan aptas para desactivar la resistencia a la autodemolición como el slogan que acabamos de citar. Por eso es tan urgente refutarlo.

La verdad, como tantos otros bienes, necesita ser protegida... Porque la verdad no se impone por sí misma, sino que se abre paso en medio de enormes dificultades y suele dejar mártires entre los que se esfuerzan por defenderla y transmitirla, como siempre hizo monseñor Marcel Lefebvre.

viernes, 21 de junio de 2013

“Declaramos la licitud del Movimiento y su carácter de Cruzada” (obispo Pla y Deniel)

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La historia de España y los manifiestos de la izquierda

En el telón del fondo: nombres de falangistas asesinados por la izquierda hasta noviembre de 1935 (antes de la Guerra Civil)
Un grupo de historiógrafos ha hecho público un manifiesto fiel a la consigna, hábilmente practicada por la izquierda, de interferir y condicionar las decisiones judiciales mediante campañas de agit-prop orquestadas desde los medios afines.

Ya conocimos un procedimiento semejante en el caso de las medidas decretadas por Garzón y ahora se pretende repetir la estrategia coaccionando al juez ante el que va a comparecer un periodista imputado por FE de las JONS. Al redactor en cuestión le parece que Falange cometió crímenes contra la humanidad. Y, con toda lógica, se enfrenta a una querella por «menoscabar públicamente la fama y el honor de dicha organización».

La palabrería, es la de siempre y los defensores de la censura histórica judicializada se amparan bajo el señuelo de la verdad histórica y la libertad de expresión. Los “prestigiosos” de turno consideran que la implicación de Falange en los crímenes del franquismo es una «verdad científica cimentada en decenas de investigaciones que no admite discusión». Ciertamente que es en este terreno, en el dogmatismo de las verdades oficiales que no admiten discusión, el único en el que los propagandistas de la izquierda totalitaria se encuentran a gusto aunque no haya posición más ajena a la consideración de la historia como fundamento de una convivencia equilibrada. Y es que, para ello, es necesario establecerla en los términos que ya señalaron los clásicos, es decir, procediendo con buena fe, sin encono sectario y tras someter a crítica la información aportada por las más diversas fuentes.

Tratar de cerrar la boca de los historiadores independientes mediante sentencias judiciales es un proyecto largamente acariciado por la izquierda española y forma parte de la “segunda Transición” en la que nos embarcó Rodríguez Zapatero y que, todavía, no ha concluido. En dicho proceso tiene lugar el cuestionamiento de la “primera Transición” llevada a cabo a partir de la «legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936» (en expresión del actual Jefe del Estado). Presentar la realidad histórica de España entre 1936 y 1978 como si hubiera sido la mera continuidad de una situación de fuerza sostenida por el poder de las armas responsables de un genocidio, es una falsedad que no corresponde a los legisladores establecer, sino a los historiadores refutar. Y ni a unos ni a otros les debería estar permitido un fantasmal proceso a los protagonistas del pasado, un juicio sin defensores ni atenuantes, un juicio en el que solo habría acusadores movidos por sus propios rencores, complejos e intereses. Conocer para explicar y explicar para comprender es la única actitud legítima frente a los hechos históricos en una sociedad madura.

Pero aún hay más, no creo que Falange Española de las JONS hubiera tenido nada que reprochar al periodista en cuestión si, en lugar de hablar de la intervención de la Falange en un presunto genocidio, hubiera hecho referencia a su protagonismo en la violencia ejercida y sufrida por unos y por otros en diversos momentos de la España contemporánea; por ejemplo, la Segunda República, la Guerra Civil, la España de Franco y la propia Transición. Pero es que la propaganda izquierdista, y los historiógrafos que la apoyan con sus complacientes palmaditas en la espalda, es eso precisamente lo que tratan de hurtar a la opinión pública. Silenciar elementos como los señalados hasta aquí significa prescindir de la complejidad de los procesos históricos, del papel real que desempeñaron los protagonistas, de las luchas por la hegemonía en un determinado momento… En suma, se priva a los ciudadanos que se preguntan sobre problemas que a veces les afectaron directamente, a ellos o a su familia, de las posibilidades que la historia y el método de investigación histórica aportan como única herramienta para un conocimiento racional del pasado. Porque no tenemos acceso al pasado con el ejercicio siempre subjetivo y parcial de la memoria sino por obra de la inteligencia y, en cuanto disciplina con un peculiar estatuto científico, la historia no es un simple recuerdo del pasado, es una interpretación o reconstrucción de las huellas que permanecen en el presente.

Vuelvan los historiadores a sus quehaceres y dejen a los jueces cumplir con los suyos. Y al menos recuerden la participación directa de las organizaciones que ellos respaldan en la creación y mantenimiento de una situación de violencia como la que ha sufrido España a lo largo de su historia más reciente. Participó, sí, la Falange en la violencia y el propio José Antonio se refería a esta circunstancia en su testamento: “Si la Falange se consolida en cosa duradera, espero que todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía de otro”. Pero no se puede hablar de todo esto sacándolo de su contexto histórico y, sobre todo, silenciando el impresionante reguero de víctimas causadas por la izquierda en las filas falangistas. Hecho en el que, como reconocen todos los historiadores, tuvieron cumplida iniciativa las propias izquierdas que durante meses causaron unilateralmente bajas entre sus contrarios. Y eso por hablar únicamente de los años de la Segunda República, período que los voceros de la memoria deformada prefieren eludir, pero sin dejar de apuntar al menos la compleja trayectoria sufrida por la organización falangista desde su origen y a lo largo de la Guerra Civil y de la España de Franco. Lo que convierte, al menos, en problemática cualquier referencia a su protagonismo en un período histórico que se definió por su carácter de síntesis pragmática y en el que el aparente predominio formal y simbólico de la Falange durante algunos años esconde un cierto equilibrio entre diversas tendencias politicas en lo que a la aportación de las ideas y las personas se refiere.

Se cuenta del emperador Carlos V que cuando era azuzado ante la tumba de Lutero a buscar los restos del heresiarca para entregarlos a la hoguera, respondió: «Ha encontrado a su juez. Yo hago la guerra contra los vivos, no contra los muertos». Sea o no cierta la leyenda, sigue habiendo frustrados que prefieren hacer su particular guerra contra los muertos. Aunque lleven su misma sangre como se comprueba leyendo alguna de las firmas de este manifiesto. Pero no olviden que hay batallas, como las del Cid, que también se ganan después de muerto.

“La vida sigue igual…” Y los pseudo-tradis encantados

"Un bello cuerpo de mujer que acaba en cola de pescado"
Diversos medios conservadores han reproducido en los términos más elogiosos posibles las noticias relacionadas con el respaldo que Francisco I habría dado al motu proprio Summorum Pontificum en respuesta a las peticiones de un grupo de obispos italianos para suprimirlo o, al menos, limitarlo drásticamente. Ningún pronunciamiento oficial al respecto, pero han bastado los comentarios de los obispos aludidos, para que las campanas se alcen al vuelo festejando la sintonía de Francisco I con su predecesor hasta el punto de que ya están preparando las maletas para una segunda peregrinación en acción de gracias a Roma.

Que en esta, y en otras cuestiones, la continuidad de Francisco I en relación con Benedicto XVI está asegurada es algo que se impone con toda evidencia. De hecho, frente a visiones superficiales, basta echar mano de las hemerotecas para confirmar que el perfil doctrinal, del entonces Cardenal Bergoglio en muchos aspectos, es muy semejante al de Joseph Ratzinger. Así se afirmaba, por ejemplo, en un artículo de Giorgio Bernardelli publicado en Vatican Insider en febrero de 2013, es decir antes de que Bergoglio se convirtiera en “Francisco I”. No es necesario, pues recurrir, a las fantasías y a las conspiranoias para detectar que, por debajo de las enormes diferencias de origen, carácter y formación entre Ratzinger y Bergoglio, late una profunda continuidad en la “operación sucesión” llevada a cabo entre febrero y marzo de 2013.

Dicha continuidad, en lo que se refiere al aspecto que nos ocupa, pasaría por la consolidación de la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II anulando la “peligrosidad teológica” de la Misa tradicional. Más que de una rectificación, lo que se trata es de consolidar la reforma posconciliar, llegando a una síntesis dialéctica equidistante del rito romano tradicional y de los que hoy son reconocidos como excesos. Dicho equilibrio nos devolvería a un Misal de Pablo VI químicamente puro, neutralizando al mismo tiempo tanto los abusos como la portentosa resistencia que ha permitido conservar en vigor el Misal Romano Tradicional.

Hoy ya se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que el Pontificado de Benedicto XVI ha transcurrido sin que se haya implementado ninguna medida eficaz que vaya más allá de la proliferación de crucifijos, candeleros, antipendios, carpetas de corporales... a la hora de promover lo que algunos vinieron a llamar “reforma de la reforma”. Aunque a veces se ha hablado de documentos en gestación y se han desatado rumores, dudas, inquietudes, comentarios… los resultados obtenidos hasta ahora no pueden ser más magros.

Basta, por poner un ejemplo, con recordar como desde Roma no se ha conseguido que la totalidad de las conferencias episcopales (entre ellas la española) rectifiquen la mala traducción de las palabras de la Consagración de la Misa (“pro multis” - “ por muchos). Y podemos también recordar cómo ha eludido el nuevo obispo de Roma las polémicas acerca de si el Papa daba la comunión en la boca, en la mano o de rodillas. A partir de ahora Francisco I no distribuirá la Comunión… para evitar sacrilegios: risum teneatis amici?

Viendo los resultados obtenidos, de la “reforma de la reforma”, si es que alguna vez empezó bien, cabría decir, como de la sirena, Desinit in piscem… A no ser que su único y verdadero objetivo fuera neutralizar la gran obra de la Tradición.


Devoción al Sagrado Corazón y pensamiento contrarrevolucionario


Hablando de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús dijo el papa Pío XI que es «la suma de toda religión y con ella la norma de vida más perfecta, la que mejor conduce a las almas a conocer íntimamente [a Cristo] e impulsa los corazones a amarle más vehementemente y a imitarle con más exactitud» (Miserentissimus Redemptor). La razón estriba en que, cuando no se limita a actos concretos, proporciona mayor facilidad en el conocimiento total de Cristo; mayor eficacia en el amor a Él y mayor eficacia en la imitación.

Una bandera discutida

Aunque las realidades más tarde significadas en esta devoción eran reconocidas y practicadas por todos desde los primeros siglos de vida de la Iglesia, hay que esperar a un momento histórico concreto para reconocer la formulación específica de dicha norma de vida.

La aparición de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús tal y como ha llegado hasta nuestros días ocurre en el momento en que se produce el enfriamiento de la caridad cristiana con el indiferentismo religioso promovido por las filosofías ateas y el naturalismo, al tiempo que la herejía jansenista alejaba del amor a Dios y de las prácticas sacramentales a los propios católicos que eran arrojados en brazos del laxismo moral por obra de un rigorismo impracticable.

Esta devoción adquiere sus modalidades típicas de consagración y reparación a través de las revelaciones comunicadas en Paray-le-Monial (Francia) a Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), religiosa de la Visitación, que contó con el apoyo infatigable de San Claudio de La Colombière y de otros padres de la Compañía de Jesús. En España, los orígenes de la devoción están ligados a las revelaciones de que fue objeto el Beato Bernardo de Hoyos (1711- 1735) y a la actividad del grupo formado, junto a él, por los también jesuitas Loyola, Cardaveraz y Calatayud. En una carta del 28 de Octubre de 1733, el padre Hoyos decía que en la acción de gracias después de haber comulgado:
«pedí la extensión del Reino del mismo Corazón sagrado en España, y entendí que se me otorgaba. Y con el gozo dulcísimo que me causó esta noticia quedó el alma como sepultada en el Corazón divino, en aquel paso que llaman sepultura. Muchas y repetidas veces he sentido estos asaltos de amor en estos días, dilatándose tanto en deseos mi pobre corazón que piensa extender en el Nuevo Mundo el amor de su amado Corazón de Jesús, y todo el universo se le hace poco».
El 14 de mayo de 1733, fiesta de la Ascensión, escribe el padre Hoyos: «Dióseme a entender que no se me daban a gustar las riquezas de este Corazón para mí solo, sino que, por mí, las gustasen otros... Y pidiendo [yo] esta fiesta en especial para España, en que ni aun memoria hay de ella, me dijo Jesús: Reinaré en España, y con más veneración que en otras partes». Después de celebrar él mismo la primera fiesta en honor del Sagrado Corazón, comenzó a difundir la imagen, algunas preces, la comunión de los primeros viernes y, en junio de 1735, tuvo lugar la primera novena y fiesta pública en la capilla contigua al actual Santuario Nacional de la Gran Promesa (Valladolid).

Tanto en Francia y España como en los demás países, la naciente devoción encontró la acerba oposición de jansenistas, galicanos o regalistas, así como del pujante pensamiento ilustrado. Los jansenistas desnaturalizaban la idea de esta devoción, falseaban su origen y calumniaban a quienes propagan este culto, llamados con desprecio cordícolas y alacoquistas. Expresión de estos ataques era una hoja-panfleto semanal, titulada Les Nouvelles Eclésiastiques y publicada desde 1730 a 1789 que llenaba de injurias y calumnias, sobre todo, a los jesuitas. Con razón hablaba el padre Loyola de «la desecha furia de tantas y tan terribles persecuciones» (Tesoro escondido, 1 ed. Valladolid, 1734). Y refiriéndose a la época en que fue suprimida en España la Compañía la define así el padre Ugarte: «mas reinaba en un tiempo en que, disponiéndolo Dios así, iban a hacer causa común para los impíos el amor o el odio al Corazón y a la Compañía de Jesús; en un tiempo de autores tan ignorantes y trabucados, que no hacían escrúpulo de colocar y combatir en una misma línea la devoción al Corazón de Jesús, el probabilismo y el regicidio, con otras sandeces por el estilo» (Principios del Reinado del Corazón de Jesús en España, Madrid, 1880).

Con la extinción de la Compañía y los aciagos días de la Revolución Francesa, también la devoción al Sagrado Corazón tuvo su período de catacumbas hasta que en el siglo XIX cobró un impulso que no habría ya de extinguirse hasta el posconcilio.

Devoción al Sagrado Corazón y pensamiento contrarrevolucionario

La Cristiandad —desaparecida definitivamente en su calidad de orden universal a partir de la Paz de Westfalia, y eclipsada de la estructura política de las naciones desde la Revolución Francesa y las respectivas revoluciones liberales— se mantiene durante siglos con fuerza en el horizonte del pensamiento y la actividad contrarrevolucionaria. Y uno de los estandartes, signo y emblema de esa Cristiandad superviviente, empeñada en la nueva Cruzada de instaurar todas las cosas en Cristo, será el Sagrado Corazón de Jesús.

Ya el origen de la devoción en los siglos XVII y XVIII coincide con el momento previo al asalto de la ofensiva revolucionaria contra los últimos baluartes de la Cristiandad. La agresión, incoada en esta etapa por la Ilustración y la Revolución Francesa, y continuada por liberales y socialistas acabará desembocando en la ideología hoy dominante: una mezcla de relativismo moral, liberalismo económico y dirigismo estatal, llena de eficacia demoledora.

En el siglo XVIII, regalistas y jansenistas; después jacobinos, liberales, masones y socialistas; en nuestros días modernistas y liberacionistas de diverso pelaje… La devoción al Sagrado Corazón tuvo siempre grandes enemigos, sobre todo entre aquéllos que pretendían representar las más originales esencias del cristianismo e incluso ocupaban altos cargos eclesiásticos. Por el contrario, el verdadero pueblo católico la abrazó con fervoroso entusiasmo. Mártires y cruzados del Sagrado Corazón fueron, entre otros, los miles de católicos masacrados en la Vandea por los revolucionarios franceses, los carlistas españoles que combatieron en varias guerras sucesivas, el presidente de Ecuador García Moreno, los cristeros mejicanos, los mártires de nuestra última persecución religiosa y los Caídos de la Guerra española del 36.

Incluso quienes analizan el fenómeno desde una perspectiva crítica reconocen que en la devoción al Corazón de Jesús, tal y como se ha plasmado históricamente, se han unido de manera inseparable la religiosidad interior y la restauración cristiana de la sociedad (cfr. Antonio María Moral Roncal, La cuestión religiosa en la Segunda República Española. Madrid: Biblioteca Nueva, 2009, pág. 188-214). El magisterio episcopal que se ocupaba de la cuestión solía al mismo tiempo advertir a los católicos que no debían conformarse con una re-cristianización oficial, ya que resultaba necesario esforzarse para que Cristo reinara efectivamente en todos los corazones y que ese reinado se exteriorizara en los diversos ámbitos de la vida. Así, en la fiesta de Cristo Rey de 1932, se defendía en las páginas de un diario legitimista que la Gran Promesa habría de llegar por medio de la oración y de la plegaria pero también:
«con la viril decisión, con la intensidad, con la energía y los procedimientos acordes con el ataque recibido. El pueblo católico español de este primer tercio del siglo XX debe pensar que no es provocador, sino agredido, porque se busca la extinción de su fe envenenando el alma de sus hijos, pudriendo la generación venidera a favor de un laicismo sin entrañas ¿Cuándo mejor que ahora para ofrendar a Cristo-Rey nuestra adhesión y nuestro amor?» (cit.por Antonio María Moral Roncal, ob.cit., pág. 196).
Todas estas manifestaciones —diversas en el tiempo, en el espacio y en la identidad de sus protagonistas— tienen en común haber reivindicado de manera efectiva la obligación que tenemos de sustentar también el orden temporal sobre la Revelación. Todas son herencia inseparable de la devoción al Corazón que prometió al Beato Hoyos reinar en España y había pedido a Santa Margarita María de Alacoque ser enarbolado en las banderas del rey de Francia Luis XIV:
«Haz saber al hijo mayor de mi Sagrado Corazón, que así como se obtuvo su nacimiento temporal por la devoción a los méritos de mi Sagrada Infancia, así alcanzará su nacimiento a la gracia y a la gloria eterna, por la consagración que haga de su persona a mi Corazón adorable, que quiere alcanzar victoria sobre el suyo, por su medio sobre los de los grandes de la tierra. Quiere reinar en su palacio, y estar pintado en sus estandartes y grabado en sus armas para que queden triunfantes de todos sus enemigos, abatiendo a sus pies a esas cabezas orgullosas y soberbias, a fin de que quede victorioso de todos los enemigos de la Iglesia».
En una carta a la Madre Saumaise decía Santa Margarita: «El Padre eterno, queriendo reparar las amarguras y angustias que el adorable Corazón de su Divino Hijo sintió en las casas de los príncipes de la tierra, en medio de las humillaciones y ultrajes de su Pasión, quiere establecer su imperio en la corte de nuestro gran monarca, de quien desea servirse para la ejecución de este designio...». Luis XIV no hizo esta consagración, aunque años después un descendiente suyo, Luis XVI, estando ya en prisión, hizo un Voto por el que consagraba al Divino Corazón su persona, su familia y todo su pueblo.

De todo lo dicho podemos deducir que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, nació y se extendió vinculada a una corriente de pensamiento puramente católico. En dicha tendencia se descubre una continuidad que va desde su oposición al jansenismo en el siglo XVIII, al liberalismo y al socialismo-comunismo en los siglos XIX y XX, sosteniendo al mismo tiempo una doctrina social en la que es unánime la convicción de que la única alternativa posible a la revolución es la re-cristianización.

Hablamos de pensamiento contrarrevolucionario, aunque el término expresa demasiado frontalmente la dimensión de rechazo que no es exclusiva ni debería ser predominante, para referirnos a una corriente que puede definirse —como hacen Sandoval y Ayuso— a partir de un concepto análogo que se construye sobre tres nociones: reacción, catolicidad y tradición (cfr.Luis María Sandoval, “Consideraciones sobre la contrarrevolución”, Verbo, 281-282 (1990) 211-290; Miguel Ayuso, La cabeza de la gorgona. De la “hybris” del poder al totalitarismo moderno. Buenos Aires: Ediciones Nueva Hispanidad, 2001, pág. 121).

Una profunda crisis de identidad

A la luz de esta identificación se entiende que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, inseparable de formulaciones como la del Reinado Social, entrara en una profunda crisis cuando ideas inspiradas en el neo-modernismo condenado por la Humani Generis de Pío XII se hicieron predominantes en el discurso oficial sostenido a partir del Concilio Vaticano II.

Al tiempo que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús sobrevivía como elemento de identidad de quienes se resistían a aceptar el devenir posconciliar, otros trataban de renovar (aggiornare en terminología de la época) dicha teología adaptándola a un nuevo marco en el que nociones como ecumenismo y libertad religiosa han reemplazado a los viejos conceptos tan vinculados a la doctrina católica y al sentido histórico de esta devoción. Un ejemplo, por anecdótico, no escasamente significativo es la publicación que en 1918 daba sus primeros pasos con el título Revista Ilustrada del Reinado Social del Sagrado Corazón, pasaba más tarde a ser Reinado Social y, hoy, es conocida por La Revista 21. También sus contenidos sufrían una degeneración semejante.

Ya la Humani generis de Pío XII condenó anticipadamente a los representantes de la Nueva Teología del Corazón de Jesús al censurar el sentimentalismo (Dz 2324) que es una degeneración del sentimiento cuando no se lo contempla en la totalidad del hombre. En el fondo del hombre hay una relación esencial con su razón, y en el fondo de la razón hay una esencia que, aunque es creada, participa de lo absoluto. Se pone así de relieve la relación de consecuencia entre el escepticismo, existencialismo, perpetuo devenir y sentimentalismo, deriva lógica cuando se niega la dependencia de todo lo antropológico respecto a lo divino para acabar subrayando lo que, posteriormente, se llamará autonomía de las realidades temporales. El giro antropológico de la teología atribuido por los apologetas de la Nouvelle Théologie al jesuita Rahner tendrá una de sus más trágicas expresiones en el discurso de clausura del Concilio Vaticano II pronunciado por Pablo VI (7-diciembre-1965)

Si San Pío X, citando a San Pablo (II Tes. 2, 4), veía en la Supremi pontificatus, al hombre moderno hacerse dios y pretender ser adorado, Pablo VI dice expresamente que «la religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios» (n. 8). Pero acaba concluyendo que el Concilio no ha producido un choque, ni una lucha, ni un anatema, sino una simpatía inmensa: una atención nueva de la Iglesia a las necesidades del hombre. Donde el Papa Sarto había señalado claramente el antagonismo entre el principio católico que lo dirige todo de Dios hacia Dios, Montini opta por el movimiento del hombre hacia el hombre (Cfr. Romano Amerio, Iota Unum, caps. II, 28 y IV, 46)

Una pretendida devoción al Sagrado Corazón de Jesús integrada en estas perspectivas deformará necesariamente las señas de identidad con las que fue diseñada en las apariciones de los siglos XVII y XVIII que hemos reseñado y prescindirá de las connotaciones contrarrevolucionarias que se hicieron tan palpables a partir del siglo XVIII.

A los representantes de esta tendencia, no se les puede hablar de esperanza histórica ni de confesionalidad, desconocen su dimensión social y pública y, anclados en las melosas formas de expresión propias de las terapias de autoayuda, manifiestan con airado desparpajo lo perturbador que le resulta el recuerdo de añejas vinculaciones entre lo religioso y lo patriótico. Al mismo tiempo, se sienten cómodos en un mundo edificado sobre la previa demolición del orden social de inspiración cristiana y sobre la renuncia, incluso teórica, a su restauración.

En cambio el pensamiento contrarrevolucionario, al que aparece esencialmente ligada la devoción al Sagrado Corazón, sostiene la necesidad del establecimiento de una ortodoxia pública, es decir, que el régimen político reconozca «un contenido de principios, verdades o valores de carácter superior e inmutable como base de su convivencia moral y de sus leyes» (Rafael Gambra, Tradición o Mimetismo. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1976, pág. 94; cfr. Frederick D. Wilhelmsen, La Ortodoxia pública y los poderes de la irracionalidad, Madrid: Rialp, 1965). Sin olvidar otra de las tesis más caras de este pensamiento: la estrecha relación entre ortodoxia política y religiosa y la imposibilidad práctica de perseverar en la segunda cuando no se es consecuente con la primera. Conviene advertir que entendemos por heterodoxia política la de todos aquellos que de hecho han negado la dimensión teológica en el plano político, y la de aquellos que practicando políticamente un criterio puramente mecanicista se niegan a reconocer las exigencias éticas del obrar político, consideran la religión como asunto válido para los actos de significación personal e inválido para los de dimensión social.

Por el contrario, la interpretación aggiornata de la devoción al Corazón de Jesús incurre en una negación, cuanto menos implícita, de la divinidad de Cristo por negarse a aceptar sus consecuencias. Si Nuestro Señor Jesucristo es Dios, también es el dueño de todas las cosas, de los elementos, de los individuos, de las familias y de la sociedad pero si se desvanece esta convicción, entonces no hay fuerza para mantener la propia fe ante la invasión de las opiniones ajenas. De la inevitable diversidad se pasa al pluralismo como un valor en sí mismo y en virtud de una libertad religiosa mal entendida se coloca a todas las religiones en pie de igualdad y se otorgan los mismos derechos a la verdad y al error.

Se cae así en la contradicción inherente a la reivindicación del laicismo que radica en afirmar un criterio moral ante los resultados concretos (por ejemplo, determinadas leyes) mientras que ese mismo criterio se difumina a la hora de valorar los principios sobre los que descansa el sistema político democrático. Y es que la predicación de la Iglesia en relación con cualquier comunidad política debe exigir que estén eficazmente subordinados al orden moral no sólo los actos y comportamientos individuales de los ciudadanos, sino la misma estructura constitucional (Cfr. José Guerra Campos, “Las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la Iglesia”, Iglesia-Mundo 384 (1989) 51ss).

El Reinado Social, única respuesta católica al laicismo

En contraste con los desvaríos contemporáneos, las entronizaciones y consagraciones públicas han sido una de las formas privilegiadas de la devoción al Sagrado Corazón enraizada al mismo tiempo en las expresiones del pensamiento revolucionario.

En el caso español, esta modalidad aparece entre nosotros en los años difíciles de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Su apóstol, peruano de sangre española, el padre Mateo Crawley SSCC, encontró las mejores disposiciones y auxiliares para su grandioso designio. Fue ingente la tarea desarrollada y los frutos conseguidos en aquellos años hasta culminar en el acto de 1919 en el Cerro de los Ángeles.

En dicho lugar, centro geográfico de la Península Ibérica, junto a un Monasterio de Madres Carmelitas que había de ser lámpara permanente de oración por España, se elevó un monumento al Sagrado Corazón cargado de simbolismo, ante el cual el rey Alfonso XIII realizaba la consagración de nuestra Patria el 30 de mayo de 1919. Aquel acto solemne en el que participaron los reyes, el gobierno entero, las jerarquías de la Iglesia y una inmensa multitud era la culminación de un secular deseo de los católicos de que España fuese toda de Jesucristo y para siempre y, de hecho, siguieron una multitud de consagraciones de familias, pueblos y ciudades ante estatuas del Corazón de Jesús erigidas en colinas, torres y pedestales.

Sin embargo, el acto protagonizado por Alfonso XIII no pudo desprenderse del radical equívoco sobre el que se sostenía el sistema inaugurado en la restauración canovista. Aunque la consagración se hizo, no experimentó ninguna modificación el orden político en el que una nominal declaración de confesionalidad se hacía compatible con la proliferación de sectas y la libertad de propaganda para el más corrosivo laicismo. Así, el secularismo español, agresivo y triunfante desde los orígenes del liberalismo, había conseguido alcanzar un modus vivendi con la Iglesia Católica que, para los sectores revolucionarios, era visto como un compromiso que debía sucumbir entre las ruinas del Estado y la sociedad. Por eso la escena de 1919 es inseparable de aquella otra de los milicianos fusilando y dinamitando la imagen del Sagrado Corazón, trágica expresión de la persecución religiosa en España.

Las circunstancias que concurrieron en el acto celebrado el 21 de junio de 2009 en el Cerro de los Ángeles (Madrid) con motivo de la renovación de la consagración de España al Sagrado Corazón, demostraron la tensión existente entre estas dos teologías contradictorias y excluyentes por su propia naturaleza: la renovada de acuerdo con los criterios del neo-modernismo y la que se conserva fiel a su esencia varias veces secular. Al tiempo que por parte de la Organización se había dispuesto la retirada de todas las banderas de España, muchas de las cuales aparecían ornadas con el Sagrado Corazón de Jesús, el acto se convirtió en la expresión de aquellos grupos que —como dijo el cardenal Rouco Varela— tratan de «recuperar y renovar, en clave del nuevo marco teológico y espiritual abierto por el Concilio Vaticano II, la teología del Sagrado Corazón de Jesús». La frase con la que se abría la fórmula pronunciada de manera colectiva por todos los asistentes no podía ser más expresiva: «Hijo eterno de Dios y Redentor del mundo, Jesús bueno, tú que al hacerte hombre te has unido en cierto modo a todo hombre…». Expresión confusa, inspirada en Gaudium et Spes, 22, que con la vaporosa fórmula en cierto modo no logra disipar la abolición de toda distinción entre el orden natural y el sobrenatural, una de las tesis más queridas y de consecuencias más nefastas de la Nouvelle Théologie.

Por último, pocas cosas hay más extrañas a la teología tradicional del Sagrado Corazón que la reivindicación del laicismo allí pronunciada: «Lo hacemos, naturalmente, en un contexto de relaciones Iglesia-Estado distinto que en 1919. Estamos en un Estado aconfesional, en un Estado laico, en el sentido positivo de la expresión, que no es confesional, pero está abierto, por la vía del reconocimiento de la libertad religiosa, a este tipo de expresiones».

Y es que la consagración verdadera no se reduce al simple recitado de una fórmula sino que es la entera donación que demanda Jesucristo de sus más fieles amigos. Y esto no sólo tiene aplicación a los individuos sino también a las comunidades.  La consagración de las sociedades al Sagrado Corazón es un acto plenamente político cuya finalidad radica en el cumplimiento de un deber social de religión y además, su efecto secundario (el bien común temporal) es de naturaleza también netamente política. Recordemos, además, detrás de cada cuestión política hay una cuestión religiosa:
«M. Proudhon ha escrito en su Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: ‘Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología’. Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas» (Juan Donoso Cortés, comienzo del Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo).
Es por ello que terminamos evocando unas ideas expuestas por Víctor Pradera, poco antes de morir él mismo mártir de Cristo Rey, acerca del cumplimiento de la promesa del Sagrado Corazón de reinar en nuestra Patria. Reafirmamos así la íntima unión que existe entre la devoción al Corazón de Jesús y el pensamiento contrarrevolucionario en general y el tradicional hispánico en particular:
«Reinar en España es cosa nacional, no privada; reinar con más veneración que en otras partes es declarada predilecta entre todas las Naciones; tanto si se toma la frase en el sentido activo como en el pasivo, que supone en los ciudadanos españoles una gracia otorgada y correspondida. España, así, hará “suyo” a Dios.
Esto nos obliga a mucho. Las promesas del Señor no son fatalismos de tramoya que han de suceder, ocurra lo que ocurra, y procedan como procedan los favorecidos con ellas. La omnisciencia Divina es prenda de que lo prometido se convertirá en realidad; pero el hecho lleva consigo la condición cumplida de la correspondencia por el hombre. Cada español debe pensar que a él se le pide ese cumplimiento; y debe proceder como si de su actuación dependiese la salvación de su Patria mediante el reinado social de Jesucristo.
¿Obliga ello a mucho? ¿Obliga a poco? No creo que sea ésta materia que nos detenga en el camino. Al término del mismo, aparece rutilante y bella, espléndida y envuelta en un halo de felicidad, la Madre, la que nos engendró espiritual y civilmente, la que nos dio su idioma para que nos comunicásemos nuestros pensamientos, la que nos entregó los tesoros de su ciencia, alimento de nuestras inteligencias; la que nos envolvió en la gloria de su Tradición; la que por sus teólogos y filósofos nos señaló los caminos infalibles para llegar a Dios y a la Verdad; la que educó nuestra sensibilidad; la que nos dio un sentido de la vida; España, en fin, que alza los estandartes benditos en que campea el Sagrado Corazón de Jesús» (Víctor Pradera, “Término del camino”, El Siglo Futuro, Madrid, 8 de junio de 1934)

jueves, 6 de junio de 2013

Toledo: la tumba de un mártir extremeño

Los restos mortales de D.Fausto Cantero Roncero, Beneficiado de la Santa Iglesia Catedral Primada, reposan en el Cementerio de Canónigos de Toledo, ubicado junto a la Basílica de Santa Leocadia y al Monumento al Sagrado Corazón de Jesús elevado por iniciativa del Cardenal Segura (Cfr. Julio MARTÍN SÁNCHEZ, "La arquitectura religiosa en Toledo durante los siglos XIX y XX: desamortización, restauración monumental y nuevas consagraciones", en J.Carlos VIZUETE MENDOZA - Julio MARTÍN SÁNCHEZ, Sacra Loca Toletana. Los espacios sagrados en Toledo, Cuenca: Universidad de Castilla la Mancha, 2008, págs. 426ss). D. Fausto Cantero murió víctima de la persecución religiosa el 23 de agosto de 1936 en la misma matanza que costó la vida a Luis, el hijo del general Moscardó y al ya beatificado deán Polo Benito.

El canónigo extremeño había nacido en Villasbuenas de Gata (provincia de Cáceres y diócesis de Coria-Cáceres) en 1894. Fue ordenado sacerdote en 1918 por don Ramón Perís Mencheta. En 1919 fue nombrado coadjutor de Cilleros y poco más tarde de Brozas. En 1920 el obispo don Pedro Segura le destinó a la capellanía del colegio de religiosas Carmelitas de Cáceres y al año siguiente le nombró su capellán caudatario. Al lado del Obispo colaboraría en sus actividades apostólicas por toda la diócesis de Coria. Desde 1921 fue designado profesor del Seminario y desempeñó diversos cargos en la Curia diocesana. Con ocasión del traslado de don Pedro Segura a las Archidiócesis de Burgos y Toledo, don Fausto Cantero le acompañó y en 1930 fue nombrado beneficiado de la Catedral de Toledo y capellán del Real Monasterio de Santa Clara.

El 23 de julio de 1936 fue detenido y permaneció en prisión donde edificaba a todos por su temple, por su serenidad y su impavidez. En la noche del 23 de agosto fue fusilado junto a otros setenta seglares y sacerdotes. Un avión nacional había logrado situarse a escasa altura sobre el patio central del Alcázar y dejado caer con éxito un saco de víveres y un mensaje alentador. En cambio, un intento de la aviación roja para bombardear la fortaleza tuvo fatales resultados para los sitiadores al caer las bombas extramuros de la fortaleza. La reacción no tardó en estallar. Aquella misma noche era asaltada la cárcel por turbas de milicianos que se hicieron cargo de las listas y fueron nombrando a los presos:

Atados de dos en dos, la fila se iba alargando; una vez terminada la operación preliminar, se descorrieron los cerrojos carcelarios, y entre las sombras de la noche, en procesión dantesca que rezaba el rosario y cantaba himnos religiosos, fueron llevados los detenidos por el paseo del Tránsito y San Juan de los Reyes hasta la puerta del Cambrón. Aquí se dividió el grupo. Unos quedaban en la parte exterior de la puerta, los otros son apostados en la Fuente del Salobre. Frente a los grupos hay unas ametralladoras preparadas y varios automóviles, con cuya luz se ilumina macabramente aquella escena...(Juan Francisco Rivera, La persecución religiosa en la Diócesis de Toledo (1936-1939), Toledo, 1995, pág. 365).
En la Parroquia de su pueblo natal se le dedicó una lápida con la siguiente inscripción:
A la memoria del mártir don Fausto Cantero Roncero, hijo predilecto de esta localidad y Beneficiado de la S.I. Catedral Primada. Murió por Dios y por la Patria en Toledo, el día 23 de agosto de 1936. Homenaje de este su pueblo
Para conocer más datos y circunstancias de su vida, puede consultarse la detallada biografía de este sacerdote redactada por D. Diego Marcelo Merino y publicada con el título: Sangre de Mártires, Vida y martirio de un extremeño en la ciudad de los concilios (Fausto Cantero Roncero); Publicaciones del Movimiento, Cáceres, 1954; así como las referencias aparecidas en la página web dedicada a los mártires de la diócesis de Toledo en proceso de beatificación.

miércoles, 5 de junio de 2013

La COPE da por liquidado el sistema laboral franquista

"Solo los ricos pueden permitirse el lujo de no tener Patria" (Ramiro Ledesma Ramos)

Noche del 5 de marzo. Cadena COPE. Entrevistador y entrevistado (Juan Pablo Colmenarejo y César Molinas) comentan en términos complacientes que las reformas del PP han liquidado el sistema laboral franquista (minuto 10,30 del audio). El arbitrista nos diseña así un mundo ideal donde el trabajo se gestiona en un “mercado” regulado autonómamente y las universidades libres forman a líderes empresariales de esos que no necesitan sentarse a negociar con ningún sindicato.

No sabemos si había que liquidarlo por injusto o por franquista pero lo cierto es que han desaparecido los últimos restos del complejo edificio de derechos laborales y sociales que apenas se mantenían en pie aquí y allá como mudos testigos de lo que fue una de las legislaciones laborales más avanzada de su momento.

En realidad, salvo la pura supervivencia de buena parte de los mecanismos de protección social, poco tenía que ver el marco socioeconómico esbozado a partir de la transición y en los sucesivos gobiernos con la doctrina económico-social propia del Estado nacido del 18 de Julio y contenida en los Principios del Movimiento Nacional que asumían la inspiración cristiana, nacionalsindicalista y tradicionalista. Pero los comentaristas de asuntos económicos de la Cadena COPE aprovechan cualquier ocasión para hacer profesión de su fe en un peculiar antifranquismo: el antifranquismo de los privilegiados. Y es que algunos parece que todavía no le han perdonado a Girón la subida de salarios de 1956 y no están dispuestos a que nadie repita una política social semejante.

Historicus