«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

sábado, 25 de enero de 2014

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: Moral y leyes: Un “sambenito” al que la Iglesia no puede renunciar

Groshev: Moisés y las tablas de la ley
Una vez más, D.José María Soler se ha pronunciado en apoyo de las tesis del separatismo. Que el abad de Monserrat se cuente entre los enemigos de España no es noticia. Pero no vamos a dedicar una línea a algo que tendría fácil solución porque, para dársela, haría falta que contáramos con un Gobierno nacional. Y como no parece previsible que lo vayamos a tener en mucho tiempo, preferimos no perder más el tiempo con el asunto ni hacérselo perder a nuestros amables lectores. Pero hay otra parte de las declaraciones del benedictino que sí merecen comentario. Nos referimos al momento en que, pasando por la defensa de la laicidad positiva y del juego democrático (suponemos que de “juego” lo dijo sin segundas intenciones) acaba concluyendo:
«A veces, sin embargo, las convicciones de los cristianos pueden entrar en contradicción con las leyes de Estado; leyes que, en democracia, algunas veces sólo pueden establecer el mal menor. Evidentemente, en estos casos, los cristianos no podemos pretender imponer nuestra visión antropológica; en una sociedad plural, no podemos pretender que la moral cristiana se convierta en ley de Estado».
Hace apenas unas semanas, el portavoz de la Conferencia Episcopal Española se manifestaba en términos muy similares. Con ocasión de la proyectada reforma de la regulación jurídica del aborto, D.José María Gil Tamayo pedía que «se quite a la Iglesia el “sambenito” de que está influyendo con su moral propia en las leyes». Es sabido que, por metonimia (símbolo por cosa simbolizada) el sambenito se aplica al descrédito que queda de una acción.

Es de notar la coincidencia en dos representantes de posiciones extremas dentro del arco de las sensibilidades eclesiales. Y, como nota esperpéntica, podemos añadir el comunicado de unos auto-denominados cristianos de base en el que rechazaban «la actitud de la jerarquía de la Iglesia Católica, siempre dispuesta a influir en las orientaciones políticas y en la tarea legislativa de los gobiernos» Aunque el discurso, por desgracia, no suena extraño, las tesis del benedictino y del portavoz episcopal resultan difícilmente conciliables con la doctrina que la Iglesia ha aplicado durante siglos y sigue sosteniendo, al menos teóricamente, acerca de la relación entre las leyes y la moral católica. Bastaría confrontarlas con la aguda formulación de Lope de Vega:
«Todo lo que manda el Rey, que va contra lo que Dios manda, no tiene valor de Ley, ni es Rey quien así se desmanda» (cit. por Francisco de ICAZA DUFOUR, Plus Ultra. La monarquía católica en Indias 1492-1898, México: Porrúa, 2008, pág.257).
La cuestión de fondo que se plantea es si el Estado debe profesar la religión católica e inspirar en ella sus leyes y fines de acción o, por el contrario, tiene adoptar una posición que oscila entre la neutralidad o la positiva hostilidad ante las materias religiosas.

La respuesta a esta pregunta dada desde la teología católica y promovida desde la práctica por la Iglesia hasta fechas bien recientes sostiene que el Derecho y el Estado son sujeto capaz de una inspiración religiosa adecuada a su propia naturaleza. Por tanto, el Derecho positivo debe concretar un Derecho natural que se asienta en la suprema ley divina y el bien común que la autoridad civil reconoce como fin no es ajeno al destino sobrenatural del hombre sino que se debe ordenar a él. Como es sabido, todas las instituciones divinas o humanas tienen como fin último la gloria de Dios y la salvación de las almas. Así todas las instituciones sociales, todas las acciones y directivas políticas deben tener en cuenta esta verdad fundamental, de que el hombre no ha sido hecho para este mundo, sino para la Eternidad.

Las constituciones de los pueblos, su legislación, las disposiciones jurídicas, administrativas, etc. deben considerar primeramente y antes de cualquier otra cosa, el fin último de toda existencia humana. Toda política debe, en razón de este fin último, ser conforme a la Ley Eterna de Dios, al Credo y al Decálogo (cfr. la abundante argumentación al efecto y la refutación de los errores contrarios en A. Philippe, CSSR, Catecismo de los derechos divinos en el orden social ¡Jesucristo, Maestro y Rey!, México: 1986, pág. 13 y passim). Para el derecho natural de tradición cristiano-aristotélica lo bueno y lo justo se han de medir conforme a las exigencias ordenadas (en cuanto dirigidas a un fin) de la naturaleza humana, que siempre y en todos los casos ha de interpretarse según un criterio teleológico. El principio finalista, que tiene su raíz en la metafísica del ser, es, pues, el fundamento de la unidad esencial del ser y del deber, del ser y del bien. Y no cabe concebir el fin del hombre —esa es la aportación esencial del cristianismo— al margen de su vocación sobrenatural.

Por el contrario, el iuspositivismo racionalista arranca del giro epistemológico y metodológico característico de la Modernidad que conducirá más tarde hacia la implantación del paradigma formalista y declarará definitivamente la autonomía del derecho frente a la religión o la moral. Por esto último, la verdadera gravedad de las afirmaciones que estamos glosando radica en que, al perder las leyes su cimiento en un orden moral objetivo, únicamente se fundamentan en la expresión de la voluntad general conocida a través del resultado de las elecciones partitocráticas.

Ahora bien, numerosos representantes del pensamiento socio-político católico han demostrado las deficiencias de la democracia no solo desde el punto de vista de los principios, sino también como mecanismo de participación y control del poder. La ausencia en el Estado constitucional de una autoridad que se sustente en una sustancia prejurídica, lejos de ser una garantía de respeto a las libertades y a los derechos humanos, deja a éstos inermes ante los vaivenes de la opinión pública y de los sistemas de representación política. Más aún cuando, en la práctica, ni siquiera existen instancias técnicas de control como podría ser, por ejemplo, un tribunal constitucional independiente. En su apología del marco democrático, estos eclesiásticos olvidan interesadamente la verdadera cara de un marco político que aparenta la renuncia a cualquier idea previa o la neutralidad para luego servir de instrumento a la promoción de formas de ser y de pensar muy concretas. Pensemos, por ejemplo, en la difusión de mentalidades divorcistas, abortistas, laicistas… implantadas de manera sistemática desde el propio Estado. Por eso se ha hablado de «la ruina espiritual de un pueblo por efecto de una política», en expresión referida a una forma de gobernar que constituye la aplicación práctica de un sistema erróneo de conceptos sobre la vida y sobre la sociedad (cfr. Francisco Canals, “El ateísmo como soporte ideológico de la democracia”, Verbo 217-218 [1983]). Cerrar los ojos a la conexión entre los procesos políticos y la descristianización que se ha producido en los últimos siglos y se ha acelerado en los últimos decenios sería negar la realidad.

No. Influir con su moral propia en las leyes no es un sambenito que la Iglesia tiene que arrojar lejos de sí para encontrar aceptación en un mundo que sí tiene una falsa moral propia que imponer. La falsa moral inspirada en el error de que no puede haber, ni para los individuos ni para las sociedades, una verdad que tiene que ser conocida y aceptada. Influir con su moral propia en las leyes forma parte de la misión que Jesucristo confió a su Iglesia. Y, cuando deja de hacerlo, no solamente está renunciando a su esencia (el obrar sigue al ser) sino que está privando de su más auténtica definición al orden político como medio al servicio del bien común:
«Faltando la idea ética del hombre de bien, el Estado no puede reclamar sacrificios ni solidaridad a los ciudadanos, no puede coartar coactivamente ninguna de sus posibilidades de goce o provecho, no puede legítimamente reeducar a los penados en el ejercicio del “ius puniendi”... [...] El desarme moral es consecuencia del previo desmoronamiento religioso, por lo que sólo reconociendo como constitutivo interno de la sociedad civil su subordinación a la ley moral y su dimensión religiosa es posible hacer frente a las exigencias del bien común» (Miguel Ayuso, “La unidad católica en el constitucionalismo español del siglo XX”, Iglesia-Mundo 384 [1989]).
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Ángel David Martín Rubio

domingo, 5 de enero de 2014

Filiación divina


A lo largo de estos días de Navidad, la Sagrada Liturgia nos propone contemplar los diversos misterios del nacimiento y la infancia de Jesucristo: su venida al mundo, circuncisión, adoración de los magos, vida de hogar en Nazaret…

Este Domingo, sin fijarnos en ningún suceso en particular, se nos invita a considerar, en su conjunto, la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María Santísima. De ahí que leamos en el Santo Evangelio el prólogo de San Juan que esconde una profunda lectura teológica acerca de la Navidad.

Ya la primera lectura (Eclo 24, 1-2. 8-12) nos recuerda que ese Niño que vemos en el pesebre de Belén es la Sabiduría divina, la que estaba en la Asamblea del Altísimo y empezó a habitar entre los hombres, echó raíces en el pueblo escogido: “en la heredad del Señor fijé mi morada” (v.11).

El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). El Verbo que nace eternamente del Padre se dignó a nacer, como hombre, de la Virgen María, por voluntad del Padre y obra del Espíritu Santo. A su primera naturaleza divina, se añadió la segunda, humana, en la unión hipostática. Pero su Persona siguió siendo una sola: la divina y eterna persona del Verbo (Jn 1, 1).

El Verbo, que estaba desde el principio con Dios siendo Dios, preside la Creación como Palabra del Padre: "todas la cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo cosa alguna” pues, Dios creó por su Verbo. En Él estaba la Vida eterna de Dios. Esta Vida es también Luz de los hombres, pues por la encarnación de la Palabra la Luz eterna se hace temporal.

Pero "la Luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron". Los hombres con sus pecados se cierran a la luz provocando el enfrentamiento frontal entre la riqueza infinita de Dios que no pone límites a su don, y la nada de la criatura que pretende valerse sin Él. Como dirá el mismo Jesucristo: “Este es el juicio: que la luz ha venido al mundo y los hombres han amado más las tinieblas, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).

Sin embargo, a todos los que reciben al Verbo encarnado se les da el poder llegar a ser hijos de Dios: hijos en el Hijo; gracias a lo cual nos atrevemos a decir “Padre nuestro...”.
Mas el misericordiosísimo Dios de tal modo amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito, y el Verbo del Padre Eterno con aquel mismo único divino amor asumió de la descendencia de Adán la naturaleza humana, pero inocente y exenta de toda mancha, para que del nuevo y celestial Adán se derivase la gracia del Espíritu Santo a todos los hijos del primer padre; los cuales, habiendo sido por el pecado del primer hombre privados de la adoptiva filiación divina, hechos ya por el Verbo Encarnado hermanos, según la carne, del Hijo Unigénito de Dios, recibieran el poder de llegar a ser hijos de Dios (Mystici Corporis, 6).
Dios nos hace hijos suyos. Nunca acabaremos de comprender y de estimar suficientemente este don inefable. ¡Hijos de Dios! “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos realmente” (1 Jn 3, 1-2).
El cristiano nace de Dios, es hijo suyo en el sentido real, por lo cual debe parecerse a su Padre del Cielo; su condición de hijo consistirá precisamente en participar de la misma naturaleza que Él. Aquí se sitúan las palabras de San Pedro: participantes de la naturaleza divina, que significan algo más que una analogía, más que una semejanza o parentesco, pues implican una elevación y transformación de la naturaleza humana: la posesión de aquello que es propio del ser divino. El cristiano entra en un mundo superior (sobrenatural), que está por encima de la naturaleza original: el mundo de Dios” (C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970, vol. I, pp. 87-88).
Pidamos, al Señor que habite entre nosotros y que, por la Eucaristía, nos ilumine con su vida y su gracia. Que la Virgen María nos alcance corresponder a la altísima dignidad de hijos de Dios que hemos recibido y, como somos hijos y coherederos con Cristo, vivir de tal manera que lleguemos un día al lugar en el Cielo que nos ha preparado nuestro Padre Dios.

Publicado en Tradición Digital