«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

sábado, 21 de diciembre de 2013

“En estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo”

El cuarto Domingo de Adviento está centrado en la cercana solemnidad de Navidad. Por eso en la oración colecta pedimos a Dios que derrame su gracia sobre nosotros, que hemos conocido por el anuncio del Ángel la encarnación de su Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección.

«Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel, que significa: Dios con nosotros» (Is 7, 14). Esta profecía de Isaías asegura que Dios mismo dará un descendiente al rey David como signo de su fidelidad. Como leemos en el Evangelio, esta promesa y todas las que Dios había hecho por medio de los profetas a lo largo de los siglos, se cumplieron con el nacimiento de Jesús. El Hijo de Dios se hace hombre en el seno de la Virgen María, y ese misterio manifiesta el amor de Dios para redimir a la humanidad herida por el pecado.

En la segunda lectura (Rom 1, 1-7), San Pablo se presenta como «elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios, que Él había prometido por medio de sus Profetas en las Sagradas Escrituras, acerca de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor».

La inteligencia del hombre, aunque puede conocer la existencia de  Dios y algunas de sus perfecciones a partir de la creación (Rom. 1 20.), no puede conocer la mayor parte de aquellas cosas por las que se consigue la salvación eterna, a no ser que Dios le revele por la fe esos misterios. Esta fe se recibe por la audición. Por eso, Dios no dejó nunca de hablar a los hombres por medio de los profetas, para revelarles, según la condición de los tiempos, el camino recto y seguro que conduce a la eterna felicidad. Es más, Dios quiso hablarnos por medio de su Hijo, mandando que todos le escuchasen. «De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2).

Y, después de habernos enseñado la fe, el Hijo constituyó apóstoles en su Iglesia para que ellos y sus sucesores anunciaran la doctrina de vida a todas las gentes (cfr. Catecismo Romano, prólogo).
No solamente los profetas anunciaron a Cristo sino que Él mismo se presenta como Profeta: «Aquí hay uno que es más que Jonás» (Lc 11, 32); Él es «el profeta, el que ha de venir al mundo» (Jn 6, 14).
Jesucristo fue sumo Profeta y Maestro que nos enseñó la voluntad de Dios, y por cuya doctrina recibió el mundo el conocimiento del Padre celestial. Y tanto más propia y debidamente le conviene este nombre, cuánto todos los demás que fueron honrados con el mismo nombre, habían sido sus discípulos, y enviados principalmente a anunciar este Profeta que había de venir para salvar a todos. También Cristo fue sacerdote […] Asimismo, reconocemos también por Rey a Jesucristo […] El cual reino de Cristo es espiritual y eterno que empieza en la tierra y se perfecciona en el cielo. Y en verdad hace los oficios de Rey para con su Iglesia con maravillosa providencia. Pues Él la gobierna, Él la defiende del furor y asechanzas de sus enemigos, Él ordena sus leyes, y Él comunica con abundancia no solamente santidad y justicia, sino también virtud y fuerza para perseverar en ella […] Dios le dio, en cuánto hombre, toda aquella potestad, grandeza y dignidad de que es capaz la naturaleza humana. Y así le entregó el reino de todo el mundo, y efectivamente en el día del juicio se le rendirán todas las cosas entera y perfectamente, lo cual ha empezado ya a realizarse (Catecismo Romano, cap. III, 2º art. del Credo).
Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». Este misterio que profesamos cuando rezamos el Credo es además una verdad de fe que se hace de nuevo presente ante nuestros ojos para adorarle, para acogerle, para recibirle.

La contemplación del misterio de la Encarnación nos otorgará renovadas fuerzas para santificarnos en el combate diario que se deriva de las obligaciones de nuestro propio estado, y también del combate exterior de la fe, del ejercicio de las buenas obras y de las virtudes que vemos en Cristo, ya desde su nacimiento.

Acompañemos a Nuestra Señora con estas disposiciones en estos pocos días que quedan para la Navidad, pidiéndole que, así como preparó la humilde cuna de Belén prepare nuestra alma para acoger en ella a Cristo cada vez que se hace presente en nuestra vida con la gracia o viene a nosotros en la Eucaristía.

Publicado en Tradición Digital