«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

domingo, 5 de enero de 2014

Filiación divina


A lo largo de estos días de Navidad, la Sagrada Liturgia nos propone contemplar los diversos misterios del nacimiento y la infancia de Jesucristo: su venida al mundo, circuncisión, adoración de los magos, vida de hogar en Nazaret…

Este Domingo, sin fijarnos en ningún suceso en particular, se nos invita a considerar, en su conjunto, la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María Santísima. De ahí que leamos en el Santo Evangelio el prólogo de San Juan que esconde una profunda lectura teológica acerca de la Navidad.

Ya la primera lectura (Eclo 24, 1-2. 8-12) nos recuerda que ese Niño que vemos en el pesebre de Belén es la Sabiduría divina, la que estaba en la Asamblea del Altísimo y empezó a habitar entre los hombres, echó raíces en el pueblo escogido: “en la heredad del Señor fijé mi morada” (v.11).

El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). El Verbo que nace eternamente del Padre se dignó a nacer, como hombre, de la Virgen María, por voluntad del Padre y obra del Espíritu Santo. A su primera naturaleza divina, se añadió la segunda, humana, en la unión hipostática. Pero su Persona siguió siendo una sola: la divina y eterna persona del Verbo (Jn 1, 1).

El Verbo, que estaba desde el principio con Dios siendo Dios, preside la Creación como Palabra del Padre: "todas la cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo cosa alguna” pues, Dios creó por su Verbo. En Él estaba la Vida eterna de Dios. Esta Vida es también Luz de los hombres, pues por la encarnación de la Palabra la Luz eterna se hace temporal.

Pero "la Luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron". Los hombres con sus pecados se cierran a la luz provocando el enfrentamiento frontal entre la riqueza infinita de Dios que no pone límites a su don, y la nada de la criatura que pretende valerse sin Él. Como dirá el mismo Jesucristo: “Este es el juicio: que la luz ha venido al mundo y los hombres han amado más las tinieblas, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).

Sin embargo, a todos los que reciben al Verbo encarnado se les da el poder llegar a ser hijos de Dios: hijos en el Hijo; gracias a lo cual nos atrevemos a decir “Padre nuestro...”.
Mas el misericordiosísimo Dios de tal modo amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito, y el Verbo del Padre Eterno con aquel mismo único divino amor asumió de la descendencia de Adán la naturaleza humana, pero inocente y exenta de toda mancha, para que del nuevo y celestial Adán se derivase la gracia del Espíritu Santo a todos los hijos del primer padre; los cuales, habiendo sido por el pecado del primer hombre privados de la adoptiva filiación divina, hechos ya por el Verbo Encarnado hermanos, según la carne, del Hijo Unigénito de Dios, recibieran el poder de llegar a ser hijos de Dios (Mystici Corporis, 6).
Dios nos hace hijos suyos. Nunca acabaremos de comprender y de estimar suficientemente este don inefable. ¡Hijos de Dios! “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos realmente” (1 Jn 3, 1-2).
El cristiano nace de Dios, es hijo suyo en el sentido real, por lo cual debe parecerse a su Padre del Cielo; su condición de hijo consistirá precisamente en participar de la misma naturaleza que Él. Aquí se sitúan las palabras de San Pedro: participantes de la naturaleza divina, que significan algo más que una analogía, más que una semejanza o parentesco, pues implican una elevación y transformación de la naturaleza humana: la posesión de aquello que es propio del ser divino. El cristiano entra en un mundo superior (sobrenatural), que está por encima de la naturaleza original: el mundo de Dios” (C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970, vol. I, pp. 87-88).
Pidamos, al Señor que habite entre nosotros y que, por la Eucaristía, nos ilumine con su vida y su gracia. Que la Virgen María nos alcance corresponder a la altísima dignidad de hijos de Dios que hemos recibido y, como somos hijos y coherederos con Cristo, vivir de tal manera que lleguemos un día al lugar en el Cielo que nos ha preparado nuestro Padre Dios.

Publicado en Tradición Digital