«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

sábado, 30 de agosto de 2014

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: Llevar la cruz

“El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y me siga ” (Lc. 9, 23)

En el Evangelio de hoy (Forma Ordinaria, Domingo XXII Tiempo Ordinario-A: Mt 16, 21-27) Jesús explica a sus discípulos que deberá «ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (v. 21). ¡Todo parece alterarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que a quien S.Pedro había proclamado «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16; Evangelio del Domingo pasado) pueda padecer hasta la muerte? El apóstol se rebela y no acepta este camino: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (v. 22). 

Aquí habló S.Pedro movido por su propio espíritu y niega al Mesías porque rechaza su misión y trata de convencerlo para que la deje. Poco antes, Jesús le llamó bienaventurado y le prometió las llaves de su Iglesia, ahora le llama “Satanás” y le dice que es “escándalo” porque lo quiere hacer desviar de su misión de redención por la cruz.

El Padre quiso salvar a los hombres por la cruz: «Jesucristo, para redimir al mundo con su sangre preciosa, padeció bajo Poncio Pilato, murió en la Cruz y fue sepultado» (Catecismo Mayor). A esta luz, aparece evidente la divergencia entre el designio de amor del Padre, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los discípulos. Y este contraste se repite siempre que la realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al bienestar físico y económico, cuando ya no se razona según Dios sino según los hombres (cf. v. 23).

No nos sorprendan las palabras de S.Pedro que son las nuestras muchas veces. Cuántas veces decimos palabras similares: ¡Hay que gozar de la vida! ¿Por qué privarnos de lo que nos gusta? ¡Las comodidades no son malas, ni tampoco el tener muchos bienes materiales! ¡No hay que ser exagerado!...

Ante el rechazo de la cruz, Jesús enseña la doctrina de la cruz, la cual, es necesaria para seguirlo, para ser su discípulo: «si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».

La cruz es el camino único para alcanzar el cielo, es el camino que siguió Jesús y que deben seguir sus discípulos.

  • Llevar la cruz es aceptar los afanes y trabajos de cada día, las cosas que Dios quiere que hagamos, rechazando las que no quiere que hagamos, es decir, negándonos a nosotros mismos.
  • Llevar la cruz es aceptar el dolor, las contrariedades, los sufrimientos, la enfermedad que viene sin avisar... Todo eso, lejos de separarnos de Dios, nos puede unir más íntimamente a Él aceptándolo con alegría, descubriendo la amable voluntad del Señor.
  • Llevar la cruz es practicar voluntariamente la mortificación cristiana. Mortificarse quiere decir dejar por amor de Dios algo que gusta y aceptar algo que desagrada a los sentidos o al amor propio.
En resumen, llevar la cruz es imitar a Jesucristo en la humildad, en la mortificación y en los padecimientos, para tener parte en su gloria. Quiere esto decir que es inseparable de la virtud de la esperanza: la cruz la llevamos para seguir a Jesús sabiendo que «si hemos muerto con él, también viviremos con él» (2 Tm 2, 12) y que «los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8, 18).

Confiamos nuestra oración a la Virgen María, para que cada uno de nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por la gracia divina, renovando —como dice san Pablo en la Liturgia de hoy— su modo de pensar para «poder discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rm 12, 2).

Ángel David Martín Rubio