«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

sábado, 29 de noviembre de 2014

MANUEL PARRA CELAYA: De Benavente a Berlanga

Como, a juzgar por los escaparates y por los adornos laicos (y generalmente cursis), ya estamos casi en Navidad, me decidí a sacar el sinnúmero de cajas y envoltorios que contienen el Pesebre familiar; al desenvolver cuidadosamente las figuritas, hallé una desconocida e insospechada: se trataba del “pequeño Nicolás”.


Perdonen los lectores este chiste malo y prenavideño, pero es que sigo fascinado por el personaje, su entorno y las circunstancias que lo rodean, no tanto suyas, como de todos cuantos forman parte de su colección de retratos oficiales o de “selfies” o como se diga. No puedo evitar que resuenen en mis oídos las inmortales palabras con que se abre Los intereses creados, concretamente allí donde escribió don Jacinto “He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más variados concursos…” y, sobre todo, cuando dice más adelante: “Alguna vez también subió la farsa a palacios de príncipes, altísimos señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos libre y despreocupada. Fue de todos y para todos”.

Así, pues, desatendida por quien hubiera procedido mi humilde petición de hace unas semanas de que se le erigiera a nuestro personaje un monumento junto al Tormes a su paso por Salamanca, no tengo más remedio que fijar mi atención, no en nuestro mejor pícaro nacional, sino en quienes aparecen en los mencionados y abundantes álbumes fotográficos de su colección.

Se me ocurre una comparación odiosa: igual que en el fraude de la estampita la moral (por lo menos la de hace algunos años) consideraba tan culpable al timador como al timado, dada su mala fe y deseos de lucrarse, en el caso que nos ocupa no puedo menos que señalar con el dedo a tantos y tantos personajes, personajillos y barandas en general que caían en el garlito para obtener aquellos favores que no alcanzaban por vías reglamentarias, legales y diáfanas. Si Berlanga levantara la cabeza, seguro que tendría materia abundante para sus añoradas sátiras políticas y sociales.

Ya que no lo tenemos entre nosotros, hemos de permitirnos formular una clara denuncia del amiguismo, de la reunión oficiosa y luego desmentida, del favor con favor se paga, del tapadillo en los asuntos privados y públicos, de la corrupción, en suma. Y que ello se note en las urnas, por ejemplo, sin caer tampoco en la trampa de iluminados populistas.

Es decir, situarnos sin tapujos ante la evidencia de un sistema de “democracia formal”, en el que vivimos y con el que nos engañamos días tras día, y que es la antítesis de una “democracia de contenido”, que se trataría del régimen que, como dijo Thomas Jefferson, “fuera el más capaz de seleccionar a los mejores para dirigir las oficinas del gobierno”, o, en palabras de José Antonio Primo de Rivera, el que nos proporcionara “una vida verdaderamente democrática”.

Lástima que no consten en el censo de los vivos ni Benavente ni Berlanga, pero, entretanto surgen sus herederos, deleitémonos con la narración sin fin de la moderna farsa o de las actuales escopetas nacionales que, como decía el cantar, no tienen ni caja ni cañón ni baqueta. 

Pero no basta con el deleite de asistir al espectáculo. Es hora de que público se disponga a salir del teatro y se proponga respirar un aire no viciado, fresco y limpio.

Manuel Parra Celaya