«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

lunes, 26 de enero de 2015

MANUEL PARRA CELAYA: Pacifismo a la violeta

A pesar de los muchos días transcurridos, el tema sigue coleando, a juzgar por los comentarios que leo en la prensa “oficial” y en Internet. De la noche a la mañana han dejado de jalear al Papa Francisco –siempre por frases sacadas de contexto o incompletas, que todo hay que decirlo- a cargar contra él. Salvando las distancias, la situación me recuerda el texto evangélico de Lucas: “Porque vino Juan, el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: ´¡Es un poseso!´ Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decía: ´¡Mirad un hombre glotón y bebedor!…


Normalmente estas críticas contra la cabeza de la Iglesia, o contra toda la institución, vienen de personas a las que les importa un ardite el Catolicismo (también he encontrado comentarios de supuestas personas pías, pero de esas que suelo calificar como más de sacristía que de altar). Se me ocurre que uno al que no le gusta el fútbol –como es mi caso- no se le ocurrirá polemizar sobre tal o cual equipo o sobre el esfuerzo de un jugador en el césped… ¿Por qué demontres no nos dejan en paz a los creyentes los que tienen a gala ser ateos confesos?

Me estoy refiriendo a las controvertidas (para algunos) palabras del Sumo Pontífice cando, en salida coloquial y tono festivo, dijo que “Es cierto que no se puede reaccionar con violencia, pero si el doctor Gasbarri, que es un amigo, dice una grosería contra mi mamá, le espera un puñetazo”. Una persona normal sonríe ante esta improvisación –que no forma parte de una encíclica ni de ningún documento pastoral- y no le concede más importancia que la que tiene (y muy profunda) sobre los límites de la libertad de expresión. Pues no: el clamor de los pacifistas a la violeta ha sido casi unánime, recordando al Papa Francisco lo de la otra mejilla y echándole en cara su falta de caridad cristiana (¡qué teólogos se ha perdido la Iglesia!); tonto del haba hubo que sacó a colación la violencia de las Cruzadas medievales y la intransigencia de la Inquisición. Nadie –que yo sepa- recordó al Cristo echando a zurriagazos a los mercaderes del templo, que es una de las misiones que al parecer se ha impuesto el Santo Padre.

Los pacifistas a la violeta se rasgan las vestiduras cuando oyen sonar una simple bofetada o su anuncio, aunque sea en defensa del honor de una madre; como dice la jota: “… el juez que me condenó no debía de tener madre”. El recurso timorato que esgrimen, también a la violeta, es que “para eso están los tribunales”. ¡Solo les faltaría eso a los sobrecargados jueces, tan volcados en la nefasta politización de la justicia o la no menos nefasta judicialización de la política, cánceres de nuestra sociedad desde que Montesquieu dejé de planear sobre ella!

Sin embargo, estos pacifistas –sean francamente ateos o “de sacristía”- no mueven ni una pestaña ante otras formas de violencia que se prodigan por doquier; a vuela pluma, se me ocurren la violencia económica, la violencia consumista, la violencia política (en nombre siempre de lo “políticamente correcto”) o la violencia psicológica, esa que ofende a lo más íntimo, desde la falta de respeto a las mamás (al decir de nuestros hermanos hispanos) a las creencias religiosas, como es el caso que desencadenó los hechos de París y las palabras del Papa Francisco.

Los cristianos ya no solemos, a Dios gracias, a acudir a las armas ante estas ofensas. Pero, a título personal y creo que respaldado por mi conciencia, no dejo se considerar que pueda existir una violencia justa: la que trata, por ejemplo, de la legítima defensa, sea personal o colectiva… o la que se usa, en su justa medida, como dice la propia Iglesia, para defender el honor de una mamá.

Manuel Parra Celaya