«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

domingo, 1 de febrero de 2015

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: Curación y perdón de los pecados

Gustavo Doré: curación de un endemoniado
El Evangelio de la Misa de este domingo nos habla de un endemoniado curado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm (IV del Tiempo Ordinario; B: Mc 1, 21-28). La victoria sobre el espíritu inmundo es una señal más de la llegada del Mesías, que viene a liberar a los hombres de la esclavitud del demonio y el pecado. 

Son varias las ocasiones en que los evangelistas nos relatan milagros semejantes a éste. Los demonios dan testimonio de la divinidad de Jesucristo reconociéndole, muy a pesar suyo, como Mesías y verdadero Dios («te conozco quién eres. El Santo de Dios», es decir, el Mesías; v. 24) y obedeciéndole cuando les mandaba con imperio salir de los hombres («Mas Jesús lo increpó diciendo: “¡Cállate y sal de él!”. Entonces el espíritu inmundo, zamarreándolo y gritando muy fuerte salió de él»; vv. 25-26). Al explicar la conveniencia de estos milagros, escribe Santo Tomás:

«Los milagros realizados por Cristo fueron prueba y argumento de la fe que enseñaba. Ahora bien: Cristo debía con la potencia de su divinidad librar del poder de los demonios a los hombres que creyesen en Él, según leemos en San Juan: “Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera” (Jn 12, 31). Por esto fue conveniente que entre los milagros de Cristo se contará la expulsión de los demonios» [1]. 

I. Además del hecho histórico concreto que nos muestra el Evangelio, podemos ver en este poseso una imagen de todo pecador que quiere convertirse a Dios y ser librado de Satanás y del pecado. Recordemos, al respecto, como en la curación del paralítico Jesús supera sus expectativas y, junto con la salud del cuerpo le devuelve lo que vale mucho más: la salvación del alma. «Hijo mío, tus pecados te son perdonados» (Mc 2, 5).

La Iglesia nos enseña que el pecado es toda desobediencia voluntaria a la ley de Dios y que existen pecados mortales y veniales.

- Los pecados mortales son una desobediencia a la ley divina por la que se falta gravemente a los deberes con Dios, con el prójimo o con nosotros mismos. Se llaman así porque dan muerte al alma, haciéndole perder la gracia santificante –que es la vida del alma- y la hace merecedora de las penas del infierno.

Para que un pecado sea mortal tienen que darse tres condiciones [2]:

1. Hay materia grave cuando se trata de una cosa notablemente contraria a la ley de Dios o de la Iglesia.
2. Hay pleno conocimiento en el pecar cuando se conoce perfectamente que se hace un mal grave.
3. Hay en el pecado perfecto consentimiento de la voluntad cuando se quiere deliberadamente hacer una cosa, aunque se vea que es pecaminosa.

- Los pecados veniales son una desobediencia a la ley de Dios en materia leve y no nos hacen perder la divina gracia. Pero sería un engaño grandísimo no tener gran cuidado de evitar también los pecados veniales y de arrepentirse de ellos porque siempre contienen alguna ofensa a Dios, debilitan en nosotros la caridad y nos disponen al pecado mortal.

«Ten siempre verdadero dolor de los pecados que confiesas, por leves que sean y haz firme propósito de la enmienda para en adelante. Muchos hay que pierden grandes bienes y mucho aprovechamiento espiritual porque, confesándose de los pecados veniales como por costumbre y cumplimiento, sin pensar enmendarse, permanecen toda la vida cargados de ellos» [3].

II. San Pablo nos recuerda que fuimos rescatados a un precio muy alto, esto es, con la preciosísima Sangre de Jesucristo (Cfr. 1 Cor 7, 23) y nos exhorta con firmeza a no volver de nuevo a la esclavitud del pecado.

En efecto, la misericordia que usó Dios con el linaje humano fue enviar a su Hijo Redentor divino o Mesías a su tiempo para librar a los hombres de la esclavitud del demonio y del pecado. Jesucristo en la Cruz ofreció su muerte en sacrificio y satisfizo a la justicia de Dios por los pecados de los hombres. Quiso Jesús padecer tanto para satisfacer más copiosamente a la divina justicia, para mostrarnos más su amor y para inspirarnos sumo horror al pecado [4]. Por eso, meditar con frecuencia la Pasión del Señor nos lleva a conocer más el misterio de la malicia del pecado que muchas veces no llegamos a entender.

III. En la quinta petición del Padrenuestro, suplicamos a Dios: «Perdónanos nuestras deudas» y, en efecto, nada hay que revele más su infinito amor y caridad para con nosotros que el misterio de la Pasión de Jesucristo, de donde brotó la fuente que lava nuestras almas de las manchas del pecado. 

Se pide aquí que nos libre Dios de los pecados; no sólo de los leves y fácilmente perdonables, sino también de los pecados graves y mortales; y se les llama “deudas” porque hemos de satisfacer por ellos a la divina justicia en esta vida o en la otra. En virtud de estas palabras entendemos, pues, no sólo que somos deudores, sino también que no somos aptos para pagar, pues el pecador no puede satisfacer por sí mismo. Por eso debemos acudir a la mediación y al auxilio de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo, sin la cual nadie ha podido jamás conseguir el perdón de sus pecados, y cuyo fruto se nos aplica por medio de los Sacramentos [5].

El sacramento de la Penitencia o de la Confesión es absolutamente necesario para obtener el perdón de los pecados graves cometidos después del Bautismo, de ahí que debemos recurrir frecuentemente a tan gran sacramento; pues habiendo dejado el Señor a su Iglesia tal potestad, y habiendo puesto este remedio al alcance de todos, es señal de desprecio no utilizarlo. Además, es muy de temer que, sorprendidos por la muerte, busquemos en vano aquella remisión de los pecados que antes se dilató de día en día [6].

«Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestros corazones», nos exhorta el Salmo responsorial de la Misa (Sal 94, 1-2; 6-7; 8-9). Pidamos a la Santísima Virgen que nos alcance la gracia de tener un alma cada vez más limpia de toda mancha que pueda ofender a Dios nuestro Señor.
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[1] STh III, 44, 1.
[2] Catecismo Mayor de San Pío X: IV, 6.
[3] San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, II, 19
[4] Catecismo Mayor de San Pío X: I, 5.
[5] Catecismo Romano: IV, 11, 1-2; 12-14.
[6] Catecismo Romano: I, 11, 12. 

Publicado en Adelante la Fe

Ángel David Martín Rubio