«M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas» (Donoso Cortés).

domingo, 15 de febrero de 2015

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: “Si quieres…” El misterio de la voluntad de Dios


De nuevo, el Evangelio de la Misa de este Domingo (VI del Tiempo Ordinario, Ciclo B: Mc 1, 40-45) nos narra un milagro de Jesús. En este caso, la curación de un leproso. El evangelista San Lucas, que era médico, precisa que el encuentro tuvo lugar en una ciudad, y que la enfermedad se encontraba ya muy avanzada: «estaba todo cubierto de lepra» (Lc 5, 12).

En tiempos de Jesús, la lepra era considerada como una enfermedad contagiosa e incurable. Como se lee en la Primera lectura (Lev 13, 1-2; 44-46.), a los leprosos en Israel se les declaraba legalmente impuros [1], se les obligaba a llevar la cabeza descubierta y los vestidos desgarrados, y habían de dar a conocer su presencia desde lejos cuando pasaban por las cercanías de un lugar habitado. La lepra se consideraba también como consecuencia de un castigo por el pecado. Por eso mismo, los leprosos son objeto de las promesas mesiánicas. Isaías evoca al Siervo doliente, rehuido de todos como un leproso, el cual se halla en tal estado porque carga con los pecados del pueblo (Is 53,3-12) y la curación de los leprosos está entre las señales que da Jesús de que el Reino de Dios está ya entre los hombres (Mt 10,8; 11,5).

Al parecer, el enfermo que nos presenta el Evangelio incumple las tajantes prescripciones de la antigua ley mosaica para acercarse a Jesús. Probablemente había oído hablar de los milagros y curaciones que realizaba y pone en Él su única esperanza.

Pero si es conmovedora la escena del leproso de rodillas ante Jesús, lo es aún más su petición: «Señor, si quieres puedes limpiarme» (v.40) en la que uno no sabe qué admirar más, si la confianza o la delicadeza. No es difícil imaginar la gratitud del enfermo cuando vio el gesto del Señor que se acerca para tocarle y oyó sus palabras: «Quiero, queda limpio» (v.41). En estas pocas palabras se resume todo el misterio del hombre que se somete a la voluntad divina.

I. «Señor, si quieres…»
El leproso empieza por reconocer que Jesús tiene poder para curar su enfermedad y todo lo hace depender de la voluntad del Maestro: «Señor, si quieres…».

Cuando hablamos de la voluntad de Dios, distinguimos la voluntad significada y la voluntad de beneplácito.

- La voluntad significada es aquello que Dios nos manda, o nos aconseja que hagamos, o dejemos de hacer. Así, están aquí comprendidas todas aquellas cosas que se nos proponen para conseguir la bienaventuranza celestial, sean pertenecientes a la fe o a las costumbres, es decir todo aquello que Cristo Señor nuestro por sí o por su Iglesia nos ha mandado o prohibido. De esta voluntad escribe así el Apóstol: «No seáis imprudentes, sino atentos sobre cuál es la voluntad de Dios» (Efe 5, 17) y «No queráis conformaros con este siglo, antes bien transformaos con la renovación de vuestro espíritu: a fin de acertar qué es lo bueno, y lo más agradable, y lo perfecto que Dios quiere de vosotros» (Rom 12, 2).

- La voluntad de beneplácito es la que hemos de considerar en todos los acontecimientos, es decir, en lo que nos sucede; en la enfermedad y en la muerte, en la aflicción y en la consolación, en la adversidad y en la prosperidad, en una palabra, en todas las cosas que no son previstas.

«Uniformar nuestra voluntad con la de Dios, he ahí la cumbre de la perfección -dice San Alfonso-, a eso debemos aspirar de continuo, ése debe ser el fin de nuestras obras, de todos nuestros deseos, de todas nuestras meditaciones, de nuestros ruegos» A ejemplo de Jesús, no veamos sino la voluntad de su Padre en todas las cosas; que nuestra única ocupación sea cumplirla con fidelidad siempre creciente e infatigable generosidad y por motivos totalmente sobrenaturales. Este es el medio de seguir a Nuestro Señor a grandes pasos y subir junto a Él en la gloria [2].

II. «Señor, si quieres puedes limpiarme»
Podemos emplear la oración del leproso entendiendo el si quieres como un reconocimiento de que lo que quiera Él es lo que nos conviene a nosotros, y si Él no quiere es porque no nos conviene. Nosotros, por nuestra parte, hemos de hacer todo lo posible para conformar con la voluntad de Dios todos nuestros pensamientos, obras y oraciones.

Cuando decimos: «Hágase tu voluntad», primeramente pedimos que el Padre celestial nos dé fuerzas para guardar sus mandamientos, y para servirle santa y justamente toda nuestra vida; que hagamos todas las cosas según su ley y voluntad y que cumplamos todos nuestros deberes.

En segundo lugar, pedimos no permita Dios que sigamos a nuestros sentidos, y pasiones desordenadas, sino que en todo se gobierne nuestra voluntad por la suya. Muy lejos están de esta voluntad los hombres totalmente entregados a los cuidados y pensamientos de las cosas terrenas que se dejan llevar por sus pasiones. Por el contrario, pidamos a Dios que no hagamos caso de las concupiscencias de la carne, sino que se cumpla la voluntad de Dios: «Vestíos del Señor Jesucristo y no es preocupéis de servir a la carne en orden a sus concupiscencias» (Rom 13, 14) [3].

III. «Quiero, queda limpio»
Dios quiere nuestro bien pero, además, sabe donde está nuestro bien. «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación […] Porque no nos ha llamado Dios a vivir en impureza sino en santidad» (1 Tes 4, 3. 7).

Según esto, la santidad es un ofrecimiento de Dios que nos invita a ser santos como Él es santo (Lev 11, 45; Mt 5, 48). Si lo deseamos con sinceridad, Él mismo nos da entonces su propio Espíritu de Santidad (Rm 5, 5) para hacernos santos y más lo seremos en la medida que quitemos todo lo que nos aparta de Dios para vivir y obrar según todo lo que nos viene de Él [4].

La voluntad de Dios señaladamente está en que de un modo especial seamos santos, y en que conservemos nuestra alma sencilla, limpia y libre de toda mancha, en que nos empleemos en aquellos ejercicios espirituales e intelectuales, que mortifican los sentidos del cuerpo, en que dominados los apetitos, y guiados por la luz de la razón, sigamos el camino recto de la vida [5].

De este convencimiento hemos de sacar la firme resolución de descansar en la sencilla y absoluta voluntad de Dios:

«El que pensare hallarse en lugar inferior al que pide su dignidad, lleve su condición con igualdad de ánimo, no invierta su orden, sino persevere en aquella vocación para que fue llamado, y rinda su propio juicio a la voluntad de Dios, quien mira por nosotros aún mejor de lo que podemos desear. Si nos aflige la pobreza, si las enfermedades y persecuciones, si otras molestias y angustias, se ha de tener por cierto que nada de esto puede sobrevenirnos sin la voluntad de Dios que es la razón suprema de todas las cosas, pollo cual no debemos conmovernos demasiado, sino sufrirlo todo con ánimo constante, trayendo siempre en la boca: “Hágase la voluntad de Dios” (Hch 21, 14), y lo del Santo Job: “Como agradó al Señor, así se hizo. Sea bendito el nombre del Señor” (Job 1, 21)» [6].

Debemos someternos a la voluntad de Dios y darle gracias por todo, aun por las aflicciones. «No hay fe más grande y viva que la de quien cree que Dios dispone todo para nuestro bien espiritual, cuando parece que nos destruye y trastorna nuestros mejores planes, cuando permite que nos calumnien, cuando altera nuestra salud de un modo irremediable, o permite cosas aun más dolorosas» (Garrigou-Lagrange, Provid.y Conf. en Dios, IV, 2) [7].

*

Este desprendimiento, la fe, la confianza y el amor solamente son posibles con la gracia abundante. Y para obtenerla es necesaria la oración: «Acostumbraos en la oración a ofreceros siempre a Dios […] pidiéndole siempre os dé fuerzas para hacer en todo su santa voluntad» (San Alfonso).

«Hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1, 38): la respuesta de la Virgen María manifiesta su obediencia y la grandeza de su fe que le hace entregarse enteramente a la acción divina sin pretender penetrar el misterio ni las consecuencias que para Ella pudiera tener. Éste fue el continuo ejercicio de los santos: conformar su voluntad con la de Dios.

Hagamos nosotros todo lo que Él quiere y aceptemos con confianza cuanto Él dispone: éste es el camino de la virtud y el secreto de la auténtica felicidad en este tiempo y, sobre todo, en la eternidad. 
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[1]  «Ninguna clase de leyes influyó sobre la vida del pueblo hebreo en forma tan general como las reglas sobre pureza e impureza y la distinción entre lo puro o legal y lo impuro o ilegal. Por medio de estas reglas la Ley invadió los hogares de los judíos, puso restricciones al hombre en su alimentación y bebida, limitó su actividad y lo hizo responsable aun de las acciones que cometía en sueños» (Steinmueller, Introd. General, p. 355; cit. por Mons Straubinger, La Santa Biblia, in Lev 11, 1).

[2] Cfr. Vital Lehodey OSB, El santo abandono, Madrid: Rialp, 1993, pp. 25-32.

[3] Cfr. Catecismo Romano IV, 12.

[4] Cfr. Mons. Straubinger, La Santa Biblia, in 1 Tes 4, 7.

[5] Cfr. Catecismo Romano III, 10, 21

[6] Cfr. Catecismo Romano IV, 12, 24.

[7] Cfr. Mons. Straubinger, La Santa Biblia, in Job 1, 21. 

Publicado en Adelante la Fe
Ángel David Martín Rubio